13 may 2011

Siempre sobrarán motivos para indignarse




Mucho se ha discutido durante estos últimos meses a propósito del libelo dirigido por el nonagenario Stéphane Hessel e intitulado Indignez-vous. Bien es cierto que dado el actual panorama político-social internacional, no faltarían motivos de indignación para corresponder al llamamiento de Hessel. Con todo ello, este panfleto de Hessel no sólo ha suscitado la indignación, sino también toda clase de reacciones contrapuestas en Francia. En especial, la respuesta promovida por el Partido de la In-nocence bajo la rúbrica de Orimont Bolacre y con el título de J’y crois pas! Respuesta desatinada, no cabe duda, y harto destemplada en cuanto destila un rancio tufillo de insinuada xenofobia mezclado con un apergaminado chovinismo de principios del siglo pasado. Según glosa el autor, ninguna de las razones esgrimidas por Hessel debería reportarnos ese sentimiento de indignación que tan a la moda se ha puesto, sino, más bien, una especie de indiferencia y conformismo al tratarse de un déjà-vu, déjà-lu hilvanado con el mismo cañamazo de lugares comunes y manidos argumentos que todo el mundo conoce, extraña sensación de déjà-lu, en alguna parte, aquí o allá, un poco por todas partes: el declinar de los beneficios sociales, el triunfo de los ricos, de la sociedad del consumo, la persecución de los “sin papeles” y la defensa de los Palestinos. Quizás este sea el único argumento razonable de la réplica porque, excepto las palabras mentadas, todo lo demás no son más que alusiones veladas a la inmigración, la xenofobia, los “sin papeles” y el fallido modelo multiculturalista europeo. Tanto es así que el autor se descuelga con afirmaciones tales como en algunos extractos de “Indignez-vous” se nos habla claramente de “ciudadanos” pero aquello que no habían podido preveer esos hombres generosos y atrevidos era que llegaría un día en el cual Francia se encontraría con una cantidad creciente de “ciudadanos sin papeles” y solamente de papel. Sin corazón, ni espíritu ni cultura francesa y, en ocasiones, llegando incluso a detestar esta cultura. Sin dejar asimismo de aprovechar cualquier ocasión para rechazarla o bien para mostrarse totalmente indiferentes, enarbolando las banderas de sus países de origen, afirmando alto y claro un envidiable patriotismo como hemos tenido la ocasión de comprobar tras la reciente Copa del Mundo… o bien nos deleita con soflamas como ...no iré más lejos. Tan sólo me contentaré con hacer una llamada al buen sentido: cuando Francia alcance los 90 millones de habitantes, veremos entonces si las bellas almas estarán todavía dispuestas a indignarse de la susodicha mala suerte infringida a los inmigrantes o bien si al contrario (estas bellas almas) no habrán ya buscado un país menos “abierto” para ellas y sus hijos, un país preferentemente con no tantos inmigrantes clandestinos.
Polemizar contra semejantes exabruptos e insultos al buen sentido común, no nos llevaría sino a adentrarnos en un intrincado laberinto de contradicciones y despropósitos. Por ello, dejando de lado esta dudosa contestación del Partido de la In-nocence, y remitiéndonos de nuevo al libelo de Hessel, no podemos sino reconocer que, en cierto sentido, la brevedad del texto no añade nada nuevo a este remanso de indignación que todos y cada unos de nosotros ha ido inevitablemente acumulando durante los diez primeros años de este infausto milenio. Así pues, no estaría nada mal, acompañar el desesperado reclamo de Hessel con algunos episodios de nuestra historia reciente que deberían agitar, remover y recavar toda nuestra indignación.
Siendo esto así, entonces, cualesquiera atisbos de indignación deberían revolverse inmediatamente contra un acontecimiento de gran calibre y calado que ha ocupado las portadas y pantallas de la opinión internacional: el asesinato de Bin-Laden. La muerte de este último ha dejado al descubierto el desgaste moral e ideológico de Occidente. Estados Unidos, como antaño en el salvaje Oeste, se ha tomado la venganza por su mano para asesinar a Osama Bin Laden y saltarse de este modo todas las reglas morales y cada uno de los derechos humanos fundamentales, entre los que se cuenta el derecho a un juicio justo. Todo esto con el caluroso aplauso de los mandatarios europeos. Un comando estadounidense armado hasta los dientes lleva a cabo una operación secreta en Pakistán para apresar y asesinar a un hombre antes de llevarlo, según suscribe todo derecho fundamental, ante un tribunal. El gobierno de Barak Obama aduce que un individuo imputado con la muerte de 3000 inocentes tras los escalofriantes atentados perpetrados contra las Torres Gemelas, no merece ningún tipo de clemencia humana. Además, opuso resistencia y no hubo más remedio que reducirlo in situ. Incluso Otto Adolf Eichmann – que contaría con muchos más muertos sobre sus espaldas- pudo argüir su defensa ante un tribunal formado en Jerusalén.
Démosle, sin embargo, la vuelta al descolorido calcetín del discurso oficial mantenido en Occidente para justificar lo injustificable e imaginemos una situación del todo contraria ¿Qué hubiera sucedido si un comando iraquí se adentrase clandestinamente en territorio estadounidense asesinando a George Bush y culpabilizándole de la muerte de 300.000 inocentes durante la invasión de Irak? No sería difícil de vaticinar: en este caso estaríamos ante un grupo terrorista que Occidente ya se encargaría de ajusticiar y condenar. Pero vayamos más allá: imaginemos ahora que tras el asesinato, los ciudadanos del mundo árabe se echasen a las calles de sus respectivas ciudades dando evidentes muestras de júbilo, aclamando el nombre del comando infiltrado en territorio estadounidense, blandiendo todo tipo de imágenes e insignias con el rostro fulminado de Bush y rezando consignas tales como “el Mal ha sido vencido y el Bien ha logrado triunfar”. Seguramente tras semejantes manifestaciones de alborozo popular, los señeros detentores del poder y el capital, representados por el nimbado hombre blanco, estallarían en un flagrante y calumniador arrebato moral, impondrían severas penalizaciones económicas y se unirían en una cruzada contra el “infame terrorismo” a favor de la Libertad y el Bien, valores supremos de la civilización Occidental.
Morbosas imaginaciones aparte, y lejos de este lamentable vapuleo de los derechos fundamentales, podríamos hinchar también nuestra indignación trayendo a colación otro episodio menos onírico e irreal. Una bochornosa viñeta de nuestra historia reciente que hemos visto acontecer delante de nuestras propias narices como si de la cosa más normal del mundo se tratase: la extinción definitiva del régimen democrático en favor de un poder económico mundial conchabado con sus palafreneros gubernamentales. Un poder, cabe recordar, no-electo; no aparece ni en las listas ni en las papeletas electorales, pero cuenta con el visto bueno de la Comunidad Internacional. Tanto nos parece normalizada la situación actual que los cancerberos de este poder no-electo se reúnen y negocian con lo portavoces de la coalición gubernamental en Portugal, para imponer y exigir medidas políticas que se ajusten a los intereses económico y sociales de su credo neoliberal. Todo esto sin que nadie alce la pregunta requerida ¿quién ha elegido a estos individuos del F.M.I para que pongan en jaque a todo un estado soberano y se sienten a la mesa con sus responsables gubernamentales trazándoles cada uno de los puntos a seguir en su itinerario socio-económico de los próximos años? Un poder que carece de toda legitimidad democrática - la cual deriva única y exclusivamente del pueblo soberano a través de un proceso electivo- pero que juega un papel activo y de primer orden en todos los gobiernos occidentales. Desestabilizando a las pseudo-democracias occidentales, este poder bastardo ha conseguido desbancar la noción de soberanía popular y usurpar el ideal de libertad democrática haciéndose con las riendas del estado. Ante este viraje estrictamente económico hacia el credo neoliberal, el estado se transforma en un mero heraldo de este poder no-electo y la democracia pierde toda su razón de ser. Y todo esto acaece teñido de un sentimiento de impotencia por parte de la ciudadanía que poco o nada puede hacer frente a esta conjura de poderes que ha exhibido su cara más amarga y despiadada durante una crisis financiera que como bien escribe Gabriel Cañas nos arredra, acentuando mucho más, si cabe, nuestra impotencia, de esta crisis, el capitalismo, lejos de refundarse, ha salido extremadamente fortalecido. Los llamamientos de los gobiernos hacia una mayor regulación y el fin de los paraísos fiscales quedaron aparcados. En su lugar, el poder de los mercados ha impuesto su ley y ha convertido a los políticos en gestores de sus designios. El nuevo tótem es el rescate (con el dinero de todos) de las entidades que pusieron en riesgo el sistema (El País, 04-05-2011). Así, tras la crisis económica y la necesidad implícita de una regulación concienzuda de los procelosos mercados financieros, - que no se quedaría sino en una vana promesa- uno habría asimismo esperado que el avieso capitalismo diese un paso firme hacia la moralidad y tratase, al menos, de lavar su imagen adoptando un modelo de crecimiento que no continuase ensanchando la fosa entre ricos y pobres así como tampoco siguiese socavando los principios del estado democrático. Pero todo esto no fueron más que ingenuas ilusiones. Las agencias de rating continúan sembrando el pánico en los países con más dificultades para salir de la crisis. Por medio de sus equívocas calificaciones de paquetes financieros, estatales y bancarios, las agencias de rating hostigan y avasallan allí dónde los voraces especuladores apuntan sus envenenadas mirillas, provocando la fluctuación de la Bolsa, aumentando los tipos de interés, propagando falsos rumores, menguando las perspectivas de crecimiento y ahuyentando a los inversores. Todo ello, sin tener en cuenta que cada una de sus detestables “estrategias económicas” agrava la mísera situación de familias y hogares zarandeados en el interior de una tormenta financiera de la que ahora penden sus vidas debido a las lianas invisibles tendidas entre los estados y el poder económico mundial.
Si ello no fuera suficiente motivo de indignación, tornemos la mirada hacia la bulliciosa isla de Lampedusa donde miles de inmigrantes huyendo del hambre, la guerra o la miseria, conviven hacinados en insalubres campamentos de refugiados a la espera de que el gobierno italiano y la Unión Europea decidan su futuro. A semejanza del viaje nocturno del profeta Mohammed, aquellos, apiñados en sus tiendas de campaña, escucharán a diario el ronroneo de la pluma que transcribe las decisiones del divino Occidente sobre su futuro inmediato. Algunos, sin embargo, no podrán ni siquiera escuchar el ruido de la pluma divina porque se dejarán la vida en el mar, mientras que otros verán como la hipocresía occidental los retiene durante días en la frontera italo-francesa para concluir con la modificación del tratado de Schengen y acabar así con la libre circulación de ciudadanos en la opulenta Europa de los sueños a medio realizar.
Como tal, sobran razones para indignarse. Si hacemos un balance de los diez primeros años del remozado milenio parece como si la humanidad hubiera dado un llamativo paso atrás en el orden moral, económico y social. Las Casandras de los malos augurios ya vaticinan que las nuevas generaciones no gozarán en delante ni de los mismos privilegios sociales ni de la calidad de vida de sus antecesores. Aumenta el paro de manera alarmante y desde hace mucho tiempo en la historia del tan alabado Progreso occidental, se advierte el desgaste de una sociedad que ha sucumbido a la pérfida zalema de la Opulencia material, para caer en la trampa de la desmemoria y olvidar, pues, la lucha y sacrificios de todos aquellos que con arrojo y atrevimiento trataron de ofrecernos un futuro mejor. Un futuro ahora mismo, harto difuminado e incierto que la mejora de las condiciones materiales en Occidente, la impúdica Globalización y la propagación a espuertas de la cultura de masas han ido paulatinamente relegando al vetusto baúl de los recuerdos. Pero, como afirma Hessel, nunca es demasiado tarde para indignarse y darle la vuelta a la situación.

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