30 abr 2010

Crónicas de Notre-Dame

Repican compungidas las campanas de Notre-Dame anunciando la pronta llegada de algún eminente contestatario internacional. Una visita anhelada, en cuanto entretenida, a los ojos de una expectante multitud de hombres, mujeres, niños y turistas arremolinados frente a la fachada de la imponente catedral. En la incertidumbre de la espera, asoman, tras el enrejado que defiende la entrada principal, los santos patriarcas de la Iglesia Ortodoxa bien acompañados por el Nuncio Papal y el obispo de la congregación francesa. Algunos murmullos se confunden entre los allí reunidos, mientras una voz despistada resquebraja el orden natural de la inquieta turbamulta elevando una demanda inquisitiva, “¿qué ocurre?”. Y como si aquello no fuera consigo, el interpelado responde flemático: “esperamos la visita del presidente ruso”.
En efecto, Dimitri Medvdev, presidente en funciones de la Santa Rusia, rinde visita a Francia para clausurar oficialmente la celebración del año franco-ruso y, oficiosamente, afianzar las relaciones económicas entre ambos países con la firma de un acuerdo para la compra de algunos navíos militares a la Armada Francesa. Una visita asimismo anecdótica, si tenemos en cuenta los antecedentes de la capital parisiense, donde tiempo atrás, el arrebatado Enrique III trataría de purgar su alma pecaminosa y enmendar sus ignominiosas faltas encabezando, según recogen las crónicas, abarrotadas procesiones de flagelantes. Desbordado de un fervor religioso, sin parangón en la sucesiva prosapia real, el atormentado soberano no dudaría en mostrar su arrepentimiento azotándose públicamente en compañía de hermosos mancebos, muchachos y espadachines durante aquellas bacanales místicas. Quizá, Dimitri Medvdev desconozca tamañas proezas del monarca francés, aunque, como si estuviese acatando los designios de una burlona “mano invisible”, podría estar conduciendo sus pasos, sin tan siquiera imaginárselo, hacia aquella misma catedral - que antaño oiría complacida las súplicas del último Valois- con la intención de purgar sus alma de enojosos tormentos e incómodos fantasmas - tanto pasados como presente- rondando las habitaciones del Kremlin y perturbando los sueños del presidente ruso.
Las rémoras siempre incómodas de un turbio pasado fraguadas en el imaginario colectivo de una reciclada Nomenklatura. Una remozada oligarquía de poderosos propietarios ahormada durante setenta años con los desafueros soviéticos acuñados bajo la implacable égida de Stalin y sus adláteres. Los ahora mandatarios de la vieja-nueva Rusia, cincelados en la incandescente fragua de este implacable Vulcano, se consuelan, en su fuero interno, añorando viejas glorias pasadas cuando el mundo, cediendo al embrujo del socialismo soviético, depositara sus últimas esperanzas de salvación en la lucha contra los abusos del yugo capitalista, en un régimen que nacería, para colmo de males, ya moribundo y con las horas contadas. Los deseos del paneslavismo, delineados tras años de un asfixiante poder, llegarían a trastocarse, para hombres forjados en el seno del Partido, en los delirios propios de una añosa y destartalada potencia mundial. Las ilusiones de una enorme nación desembocarían, sin más remedio, en una dolorosa odisea que acabaría zozobrando para hundirse estrepitosamente años después con la caída del Muro de Berlín, la descomposición de la Unión Soviética, el fracaso de la Perestroika, la oligarquía yeltsiana, el advenimiento de Putin y la sombra alargada de este último.
Así, a los pecados acontecidos en el pasado, se unirían los tejemanejes de una clase política arrastrando el pesado lastre de la herencia soviética que favorecería la aparición de otros tantos fantasmas presentes. Fantasmas que, a semejanza de aquel obsesionado funcionario descrito por Nicolai Gógol en su relato El Capote, también cabria la posibilidad de tildar, simple y llanamente, como mordaces ironías o sarcásticas venganzas del Destino. Sin duda, Dimitri Medvdev y sus taimados antecesores - ahora férreos aliados del capital mundial-, vislumbraron, tras una agorera revelación o inesperada epifanía, los tentadores beneficios y francas concesiones dimanados de una simple adhesión al credo capitalista, asegurándose, de esta forma, el ubérrimo regocijo o bienestar de sus bolsillos y cuentas bancarias en alguna sucursal de Suiza o las islas Caimán. Así, la Santa Rusia, llevada por aquellos mismos hombres que antaño copaban los asientos del Partido, daría completamente la vuelta a la tortilla para acabar vendiendo su alma al diablo y predicar, como versados buhoneros, las balsámicas promesas del credo neoliberal. Una Rusia desamparada - caída en las despiadadas garras de Bancos y Multinacionales al socaire del F.M.I y la O.M.C- que sólo se contenta, sumida por igual a la estrecha vigilancia de un poder tentacular, con exhibir, sin ningún pudor, el grotesco disfraz de una vetusta y arrebañada Rusia, consumida en las llamas del dantesco infierno capitalista y arrojada como un despojo putrefacto en medio del desierto o abandonada como un moribundo desangrándose a causa de las heridas infringidas por los nuevos amos del mundo. Allí, donde el mariscal Potemkin elevara sus esperpénticas aldeas de cartón-piedra, la vieja-nueva Rusia se pavonea al igual que esas madamas parisienses engalanadas con llamativos abrigos de piel, pero calzando desgastadas zapatillas de andar por casa. Un fastuoso trampantojo tambaleándose como un gigante con los pies de barro.
De aquel tiempo a esta parte ha llovido sobre mojado y la Santa Rusia, también se ha visto mancillada y salpicada por vergonzantes escándalos que han puesto con la mosca detrás de la oreja a buena parte de la opinión pública – me refiero al asesinato de la periodista Anna Politkovskaya- o peliagudos affaires relativos a una desastrosa política exterior, -la reciente guerra en Georgia, la invasión afgana, los constantes enfrentamientos con la milicias chechenas o sus supuestas implicaciones en el envenenamiento del candidato a futuro presidente ucraniano Viktor Yushchenko- fruto de un poder aún convaleciente de su abortada hegemonía en Europa oriental. Mas, cauterizadas las heridas abiertas por el achacoso socialismo soviético, – eliminado en derecho aunque no de facto- no por ello, la vieja-nueva Rusia se ha visto inmediatamente desprendida de aquellas mismas faltas, tropiezos y devaneos acometidos en el extinto territorio soviético. Bajo el marbete de una Rusia renegando de la hoz y el martillo en beneficio del mirifico estandarte tricolor, muchos podrían llegar a manifestar una sopesada admiración o ponderado asombro ante una tan maravillosa regeneración. Sin embargo, como bien me apuntaba un conocido mío días atrás, “no todo lo que reluce es oro” y difícil sería atribuir semejante lavado de cara - más bien centrifugado- al mesiánico advenimiento del nuevo régimen democrático conchabado con la doctrina neoliberal: tan sólo diferentes máscaras para el mismo rostro. Hay quienes nunca dejarán de alabar los retruécanos y alquímicas panaceas del Occidente democrático para propagar, sin ningún reparo o remordimientos, una imagen oficializada donde imperan valores tales como virtud, honestidad, transparencia y un sinfín de adjetivos afines. Sin embargo, se imponen los “peros” cuando alargamos la vista no mucho más allá del escaparate europeo. - sin pensar qué sucederá en países como Rumania o Lituania pertenecientes a la Unión Europea- ¿Quién podría argumentar lo contrario teniendo en cuenta casos tan recientes como los de China e Irán? ¿Acaso las contradicciones y confusiones del populismo o socialismo venezolano junto con su nefasto manejo de los recursos petrolíferos son un ejemplo de valores democráticos? ¿Tal vez las invasiones de Irak y Afganistán? ¿O bien los incesantes casos de corrupción en España e Italia? Cualesquiera esfuerzos por adecuar la alianza entre neoliberalismo, democracia y valores promulgados en el cínico Occidente están, de antemano, abocados al fracaso.
Al auspicio de tales elucubraciones un cuervo sobrevuela la catedral de Notre-Dame mezclando sus graznidos con los insistentes tañidos del campanario. La espera se eterniza y, mientras los poderes seculares y castrenses se funden en una animada conversación, un grupo de gendarmes se las apaña para hacer circular a unos cuantos viandantes petrificados en medio de la calzadas mientras contemplan aquel despampanante espectáculo; aquella pompa y boato dispuestos para recibir sin más preámbulos al presidente ruso. Allez-y! Il faut rouler! – vociferan los desmemoriados gendarmes cuando se les responde con la renombrada "politesse" francesa- A falta de una respuesta concisa, fruncen el ceño y muestran los dientes. Nada sorprendente habida cuenta que estamos esperando la llegada de un importante representante del capitalismo moderno.
Una larga hilera de automóviles hace su memorable entrada en la plaza. Comienza el ajetreo de cámaras y objetivos fotográficos cuando un hombre de mediana estatura, - arropado tras una muralla de fornidos guardaespaldas- semblante grave y mirada adusta abandona el vehículo, posa los pies en la tierra, comienza a caminar con aplomo y se adentra, sin más dilación, en la catedral. Tan sólo duraría unos segundos aquella fantasmagórica aparición; suficiente para captar la ansiada instantánea, pero demasiado breve para Dimitri Medvdev que olvidaría brindar a los allí reunidos con la gratificante satisfacción del saludo, el leve gesto de una mano extendida o tal vez la sonrisa de circunstancia.





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