29 nov 2011

El Reino de lo Indecible

Narra André Gide en Si le grain ne meurt que uno de sus primeros « moments musicaux », o sea, de fervor artístico inducido por la música, tuvo lugar en 1883 durante una audición de Arthur Rubinstein ofrecida ese mismo año en París. Lejos de apriscarse en los abismos del olvido, aquella audición perduraría, al contrario, estampada in aeternum en su memoria. Como bien nos confiesa el escritor francés, a partir de ese mismo día no podría nunca más escuchar a Beethoven sin venirle a la imaginación aquella magistral interpretación del pianista polaco. Siendo incapaz de brindar una explicación efectiva del por qué ese recital de Rubinstein ejercería tan vívida impresión en su ánimo durante el resto de su vida, lo cierto es que las emociones licuadas en el alambique del Arte y la fruición estética, son tan enigmáticas como ambiguas. Ese voladizo sentimiento develado cuando contemplamos un cuadro, degustamos un verso, escudriñamos una escultura, sucumbimos al embeleso de una melodía, asistimos a una representación teatral o proyección cinematográfica, asemeja a los invisibles dardos lanzados por algún desconocido Cupido. Dardos impregnados de un particular veneno que conseguirá hacer crepitar cada una de las fibras de nuestro cuerpo.
Indecible arcano que la fina sutileza de la lengua francesa bautizaría como un je ne sais quoi en un afán desesperado por definir y verbalizar lo indefinible y flotante. No obstante la dificultad, el sintagma francés exhibe el empeño, casi insalvable, de deslindar, asimilar y acotar con categorías intelectuales la correosa frontera de toda manifestación artística, habida cuenta de que ésta cabalga, siempre a horcajadas, entre los reinos de lo posible y lo imposible, la realidad y la fantasía o el sueño y la vigilia. Mas el Arte no sólo es difuso y abigarrado sino también egocéntrico e individual. La fruición estética se atrinchera y encastilla en la fortaleza infranqueable de la subjetividad porque como bien reza el proverbio sobre gustos no hay nada escrito.
Atalayado en el umbral de lo difuso e inasible; de esa misma tierra movediza que Wittgenstein calificaría, a la sazón, como indefinible, la creación artística y su correlato estético, afrontan el dilema de su propia naturaleza camaleónica y egocéntrica. En estas condiciones, ¿cómo definir la fruición y el arrobo estético o dar cabal cuenta de eso que denominamos Arte? Parecería cosa de locos acometer tan ardua contienda. Pero allende el zigzagueante y enrevesado dédalo de imprecisiones, el Arte, no sólo es enigma, arcano y egoísmo, sino asimismo puente tendido entre los siglos y las mónadas amuralladas de la individualidad. Juego de espejos reflectantes, la creación artística bucea en las profundidades y recovecos del alma humana a procura de una sensibilidad o experiencia del individuo aislado y, por antonomasia solitario y desconocido, frente al mundo. Gracias a este juego de reflejos y miradas cruzadas, se hilvana la estopa, cañamazo o mapa de la sensibilidad humana en su siempre complicada confrontación estética con el mundo y la realidad. Cartografía del ánima humana. Páginas de un diario sustraído a las coordenadas del tiempo y el espacio que nos permitirán acceder, en una paulatina ascesis personal, al mundo cerrado e ignoto de otras individualidades afines. Tal vez el Arte y la sensibilidad, no sean, al fin y a la postre, más que un puzzle de afinidades, sentimientos y experiencias compartidas, más allá de todo tiempo y condición, frente a la propia y ovillada realidad del individuo aislado y solitario. A través del Arte penetraremos en esos ámbitos o franjas desconocidas de la realidad. Abriremos puertas o postigos vedados a nuestra propia y palpable finitud. Padeceremos los arrebatos de Otelo, los suasorios de Mefistófeles, la desesperación de Lucien de Rubempré, las desdichas de Ana Ozores y los tejemanejes de Sherezade. Ahondaremos en los misteriosos efluvios de una envolvente melodía de Bach o Chopin. O bien, nos perderemos en abstrusas cábalas mientras espulgamos un lienzo de Kandinsky o admiramos la maestría de Caravaggio al delinear los contornos del ángel emergiendo de la fosca oscuridad para guiar la mano de San Mateo en la composición de las Sagradas Escrituras.
Con todo, a esta función ascética y didascálica del Arte, se le une asimismo su inmarcesible actualidad. A diferencia del reino material de las cosas y los objetos, el tiempo, bálsamo que todo lo cura y corrompe, no acumula su costra o pátina sobre las obras de arte que han logrado alzarse por encima de siglos y circunstancias para reposar en el reino imperecedero de la experiencia humana y conformar el acervo o bagaje de la denominada Cultura. Al contrario, el tiempo, parece engarzarlas en un tronco o tradición común sin solución de continuidad. Las andanzas de Estebanillo González, los chascarrillos del escudero Sancho o las peripecias de M. Jourdain aún siguen arrancándonos una sonrisa y provocando nuestra callada admiración. ¿Cómo no sentir todavía la incandescencia de un verso de San Juan de la Cruz? ¿La densidad existencial de Pessoa? ¿La ingravidez de una mezquita mozárabe o la ampulosidad sacral de una catedral gótica? La creación artística, si bien en ocasiones incomprendida, brinca, pues, por encima de siglos y coordenadas espaciales, para conformar ese mismo árbol de la sensibilidad humana que nos otorgará la oportunidad de entablar un diálogo con hombres, mujeres y objetos de otras épocas, sociedades, países y ralea compartiendo su propia experiencia del mundo y la realidad.
Pero allende ese diálogo entre épocas e individuos, la incertidumbre de Gide sigue aún flotando en el aire y quien sabe si alguna vez hallará una solución definitiva. Y todo ello, porque su reino, el del Arte, tal vez no sea de este mundo, y acceder a él, equivaldría a mojarse los labios con el sorbo de un cáliz repleto de la divina ambrosía o errar sin rumbo fijo en el limbo de ese fluctuante territorio de la sensibilidad humana sustraído a las contingencias del tiempo y el espacio.

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