Siempre demoro hasta lo absurdo la hora de dejar todo en silencio, de desconectar todos los aparatos que me unen a la realidad. Incluso, a veces, cojo un libro cuando ya los ojos se me cierran y lo más razonable sería dejarme vencer por el sueño. No sé por qué, quizás debería mirármelo o psicoanalizarme. El caso es que me ocurre desde crío. Siempre una luz encendida en mi cuarto. Siempre un ojo avizor.
Aún así, más tarde o más temprano, uno se tiene que dejar vencer, rendirse ante el dulce sueño. ¿Por qué intento escapar a algo tan placentero?. No lo sé, pero lo cierto es que en esos momentos en los que el sueño trata de atraparme, una lucidez especial se apodera de mí. Llegan a mi cabeza recuerdos de otros tiempos que se mezclan con el presente y de la mixtura sale una sustancia extraña, sugerente y lúcida.
Uno de los recuerdos que me vienen más a menudo a la mente es el de mis vecinos de la infancia. Antes, enfrente de mi tranquila casa de La Palma, vivía una pareja de viejecillos a los que admiraba y quería. Eran el señor Rafael y la señora Pura. Aún me veo en la cocina de su casa, cuando mi madre me decía: "corre a la casa del señor Rafael que necesita que le hagas un recado". Al contrario que cualquier otra tarea, que trataba de evitar como fuese, cuando se trataba de Rafael y Pura no lo dudaba un momento y corría hacia ya. En su casa te encontrabas con un oasis de paz, de amabilidad y de ternura. Siempre había caramelos y atenciones. Lejos quedaban las regañinas, los cabreos y el aburrimiento. Cuando llegabas allí el suave acento francés de Pura, su candidez y su disposición te atrapaban. Era como echarte a dormir en una nube. Sin golpes, sin esquinas.
La casa de Rafael era la más cuidada del vecindario. No en vano, él, ya jubilado, se dedicaba continuamente a cuidar de su jardín, de sus árboles. La puerta de entrada estaba coronada por un ciprés en forma de arco envidiado por todo el vecindario. El pasillo de entrada estaba cubierto por un esforzado viñedo del que colgaban racimos de uva. Ambos vivían felices allí. Después de una vida terrible, después de pasar por todas las calamidades imaginables, por fin, podían pasar su vejez en la tranquilidad de una casa de pueblo, vivir su merecido retiro.
Rafael tuvo que exiliarse a Francia, porque por encima de todo, Rafael era comunista. Siempre pensé que antes de su muerte charlaría con él, le preguntaría y escucharía las historias que nunca se negó a contar. No lo hice y hace algún tiempo que ya murió.
En mi casa, los fines de semana había una regla no escrita pero sagrada. Ni un movimiento antes de las 12 de la mañana. Ni un ruido, nada. Sólo había una cosa por la que mi padre rompía esa regla. Rafael. Cuando se acercaban las elecciones o la Navidad, Rafael acudía regularmente a mi casa. Siempre después de las diez y antes de las once de la mañana. Cuando en casa oíamos batir la puerta sabíamos de lo que se trataba. Mi padre daba un salto de la cama, se vestía raudo, y acudía. Mi hermano y yo, detrás. Era Rafael. Yo, esperaba con impaciencia aquellas visitas. Si estaban cerca las elecciones Rafael venía a ratificar que mi padre pegaría carteles de IU con él y que sería interventor, como cada año. Si estaba cerca la Navidad venía a vender lotería del partido. Realmente, sólo eran escusas. Él ya sabía que mi padre pegaría carteles y que compraríamos lotería y que continuaríamos suscritos al Mundo Obrero aunque las más de las veces ni lo sacábamos del plástico. La charla se prolongaba y acababa siempre, por supuesto, en mitin político. Yo, no perdía detalle. En mi cabeza aún tengo la imagen de la cara de ese hombre, cuyo corazón era incapaz de ninguna maldad, llena de lágrimas cuando recordaba sus años en el destierro, en Argelia. Allí conoció a Pura. Allí pasó hambre y humillación. Allí vivió como un derrotado. Allí lloró la victoria de los fascistas. Y esos recuerdos, aún, en la placidez de su casita con jardín en La Palma, le arañaban el alma.
Pero Rafael no era un derrotado. Con una salud envidiable, luchaba, siempre luchaba. Presidía la Asociación de Vecinos del pueblo y no paraba de dar el coñazo en Cartagena con una cosa u otra. Era conocido y respetado por todos en el pueblo. Sabían que jamás podrían acabar con su tenacidad. Renunciaban a hacerle cambiar de parecer porque sabían que no lo conseguirían. Su fuerza moral, la de haber estado del lado de los buenos, en todas partes, era inquebrantable. Me acuerdo de que gracias a él tuvimos el primer contenedor de basura como era debido. No descansó hasta que se llevaron aquel bidón mugriento que habían puesto los propios vecinos y que era juguete predilecto de perros y gatos. Que estupidez parece eso ahora y que orgullosos estuvimos cuando por fin llegó el moderno contenedor, con tapa y todo.
Primero murió Pura, que tenía el azúcar muy alto. Por ello apenas veía y por ello un día se fue. Yo pensé entonces que Rafael no lo superaría. Siempre creí que la fuerza de ese hombre se la daba la señora Pura. Ese dulce acento francés, esa eterna sonrisa. Siempre a su lado, siempre amable. Ciertamente no debió de ser nada fácil. Se fue con su hijo y aquella casa se quedó vacía y después fue vendida y yo perdí parte de mi infancia en esa mudanza. La realidad de la presencia de Pura y Rafael se ha transformado en un territorio mítico de mi niñez. En un recuerdo reconstruido en palabras. Pero Rafael siguió adelante. ¿Os lo podéis creer? Al tiempo se juntó con otra mujer. Dos ancianos solitarios que querían exprimir su último soplo de vida. Y viajaron. Sí, sí, efectivamente, a Cuba. Recuerdo que Rafael vino después de aquel viaje, con su amiga, a mi casa. Y se quejaba amargamente del embargo. Sus visitas eran menos habituales ya que vivía en Cartagena y cada vez tenía más dificultades para coger el coche. Aún así, seguía viniendo a vender lotería del partido. A pedir colaboración en las elecciones. A alabar el último mitin de Anguita. Al fin y al cabo, hasta que murió, quiso cambiar el mundo.
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