A última hora de la
tarde del lunes 6 de mayo saltó la noticia relativa a la dimisión de Rodrigo
Rato al frente de grupo Bankia. La obligada renuncia del ex ministro de
Hacienda y ex director gerente del FMI responde, según se lee en el sucinto
comunicado adelantado a la prensa, a razones de índole profesional por estimar que es lo más conveniente para
esta entidad sin mentar ni una sola palabra sobre los crecientes problemas
de solvencia de una entidad señalada con el dedo por algunas autoridades
monetarias y auditorias privadas, a sabiendas de la indigesta apalancada de
37.000 millones de euros procedentes del negocio del ladrillo. Además, a este
empacho de ladrillos se le suma la pésima gestión de una situación que, en
palabras del propio Rodrigo Rato, acontece en el marco de una de las coyunturas más críticas que jamás haya sacudido el sistema
financiero español. Mas, ¿a qué se debe esa “crítica coyuntura”? ¿Hasta
dónde deberíamos remontarnos para explicar las debilidades de un sistema
financiero que hasta no hace mucho era tildado como uno de los más sólidos del
planeta? ¿Acaso fuimos todos, políticos, gerente y ciudadanos, víctimas de una
ilusión promovida por los cicateros y hacendosos manejos de algún genio
maligno? Y si tal fuera el caso, ¿por qué los responsables de salvaguardar el
sector financiero no actuaron a su debido tiempo y con el anticipo necesario
como para aplicar el remedio antes que la cura de la enfermedad?
¡Es todo tan complicado!
Parece como si las cábalas de Rodrigo Rato no fuesen más que el trasunto barato
de vagos pretextos sobrevolando una terra
ignota o marisma pantanosa en donde aún quedan demasiadas cuestiones sin
resolver. ¿Cuáles han sido las causas concretas de esta “crítica coyuntura” que
atraviesa el sistema financiero español? A nadie se le escapa que el germen
original de tanta preocupación yace en la nefasta política bancaria ejercida
durante estos últimos años de pujante crecimiento en torno a la financiación
crediticia del negocio de la construcción, las obras faraónicas y la concesión
a espuertas de créditos e hipotecas a particulares de todos los perfiles y
medios sociales. Y todo ello impulsado por los bancos habida cuenta de la
necesidad imperiosa de facilitar el acceso a la compra-venta de viviendas a
particulares que mantuvieran bien engrasados los mecanismo del sistema y
asegurasen, de ese modo, el reembolso de los préstamos bancarios – y sus
debidos intereses- solicitados por los inversores del mundo de la construcción.
Llevados por la inercia propia de este “optimismo bullanguero” que, mientras a
unos, los entrampaba bajo una montaña de deudas e hipotecas, a otros, les
permitía enriquecerse de una forma tan rápida como milagrosa, los responsables
políticos y las autoridades económicas han mostrado una confianza ciega en este
modelo de crecimiento llegando incluso hasta el extremo de baladronear
públicamente de su solidez.
Habiendo sido éstos
mismos los encargados de velar por la seguridad y la salud del sistema
financiero, ¿no sería mucho más cabal acusarlos sin contemplaciones de haber
detentado durante años una política económica errónea, torticera y causa
directa de la tan “crítica coyuntura” de la que nos habla el señor Rodrigo
Rato? De nuevo entramos en terreno vedado y la retórica sórdida y mezquina del
discurso dominante elabora sus parapetos: todos
somos culpables de esta situación porque hemos estado viviendo por encima de
nuestras posibilidades. ¡Santas palabras de nuestros políticos! ¡Sermón purificador
de tantas almas inocentes y pecaminosas! ¿Por encima de nuestras posibilidades
o tal vez por encima de las posibilidades recetadas por una política económica
favorable a los intereses bancarios y por ende al modelo del ladrillo? Lo
cierto es que los bancos han perpetuado unos hábitos de consumo desmedidos para
poder seguir invirtiendo en los activos tóxicos derivados del negocio de la
construcción.
Nos han prescrito un
caramelo que ahora nos produce una dolorosa indigestión. Y cuando el doctor
yerra en su diagnóstico o, más grave aún, cuando decide someternos a un tratamiento
que acaba empeorando nuestro estado salud, ¿no convendría apartarlo
inmediatamente de sus funciones debido a su incompetencia? ¿Abrirle un
expediente sancionador, imponerle una multa y, según el grado de la negligencia
cometida, amenazarlo incluso con la cárcel? En un mundo donde la justicia y la
ley fueran de la mano, la sola razón y la propia dignidad nos obligarían a
actuar responsablemente tomando una serie de medidas amoldadas a los principios
de una cierta idea de la equidad social porque, como ya auguró Aristóteles (Ética Nicomáquea, II, 1103a 30-36):
[…] De un modo
semejante, practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la
moderación, moderados, y practicando la virilidad, viriles. Esto viene
confirmado por lo que ocurre en las ciudades: los legisladores hacen buenos a
los ciudadanos haciéndoles adquirir ciertos hábitos, y ésta es la voluntad de
todo legislador; pero los legisladores que no lo hacen yerran, y con esto se
distingue el buen régimen del malo.
Y es que toda justicia
es asimismo un acto de responsabilidad. Responsabilidad de las instituciones
públicas que la detentan en el marco legal del derecho establecido y
responsabilidad privada o solidaridad a título personal de cada uno los
ciudadanos, dirigentes políticos y gestores públicos y privados que deberían
ser los encargados de acatar sin remilgos sus compromisos sociales y predicar
mediante el ejemplo los criterios de responsabilidad social fijados en un momento tan delicado. ¿Qué ocurre cuando esta responsabilidad se disipa a
consecuencia de su incumplimiento? ¿Cuando la imagen refractada de los altos
dirigentes, mandatarios, gestores, cargos electos y responsables políticos se
recubre de la pátina de la corrupción, el cambalache, el clientelismo, la
hipocresía y el egoísmo interesado? ¿Cuando asistimos al bochornoso espectáculo
de gerentes y gestores abandonando cajas y entidades bancarias completamente
arruinadas con un cláusulas de despido millonarias sin que nadie les exija
responsabilidades a cambio? Pues sucede que los lazos de solidaridad se
descomponen y los compromisos sociales de cada cual se van diluyendo en el
marasmo de la irresponsabilidad a consecuencia de los daños procurados en el cemento
necesario para mantener firme la cohesión social: la justicia. En estas
condiciones, todos aprenden los nada desdeñables beneficios de escurrir el
bulto y mirar para otro lado en cuanto se mentan el interés común y las
responsabilidades civiles. Sin las junturas de la justicia, no hay sociedad y
sin las debidas responsabilidades parece casi imposible alardear de sociedades
justas y democráticas en donde la impunidad de los gestores públicos y privados
se trastoca en la regla y no en la excepción.
Mas todo esto son sólo
palabras; porque en el mundo real, el de la democracia y la pompa chillona de
la ley, aquellos que, de algún modo, hubieran debido purgar cualquier tipo de
responsabilidad cívica y civil en el desempeño de una gestión nefasta cuyas consecuencias
azotan ahora, sin piedad ni compasión, a buena parte de las familias asentadas
en España, salen indemnes de toda amonestación y con unas indemnizaciones tan
suculentas como a la postre vergonzosas e indecentes en un momento, en el que
la “crítica coyuntura”, requeriría de un mínimo de tacto y sacrificios
personales equivalentes a los esfuerzos que el gobierno demanda al grueso de la
ciudadanía española para salir de la crisis. Y es que no cabe perder de vista
que, esos mismos esfuerzos, también son necesarios para conservar el sistema
financiero a base de continuas inyecciones de dinero público, dada la estampida
del capital y la inversión privada en justa medida a la “crítica coyuntura”
provocada por la fatídica gestión de los bancos y las cajas de ahorro. Pero tal
vez de todo esto saben mucho más el gobernador del Banco de España, Ángel
Fernández Ordóñez, que durante años ha hecho la vista gorda a los problemas del
sector financiero o el nuevo presidente de la nacionalizada Bankia, José
Ignacio Goirigolzarri porque un hombre cuya pensión de prejubilación asciende a
la friolera de 52,49 millones de euros (El
País, 01-10-2009) debe de ser una especie de chamán o gurú de las finanzas
que con sólo mover su varita mágica repare todo el entuerto del anterior
gestor, Rodrigo Rato.
Aunque en este país ya se sabe: si la cosa no
funciona como se esperaba, otro apretón de cinturón, un ajuste aquí y una
reforma acullá porque faltos de pedir las debidas responsabilidades a quien
bien las merecen, al gobierno de España, amparado en su mayoría absoluta, no le
cabrá sino recurrir a las exigencias de un mayor sacrificio. Como bien afirmó
Mariano Rajoy en su debate de investidura los
españoles han votado por el cambio y la responsabilidad. Sea; dejemos todo
esto en manos de los representantes políticos y zanjemos la cuestión echando
mano de la sabiduría popular que, en este caso, parece no andar demasiado
errada: a falta de responsables directos de esta “crítica coyuntura” podemos
recurrir a los justos, siempre dispuestos a pagar por cuantos pecados y
pecadores sean necesarios para sacar a este país de la crisis.
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