En el segundo volumen de Guerra y Paz, Tolstoi nos relata la visita del príncipe Andréi Bolkonsky al cuartel general de Drissa en donde varios oficiales del ejército del zar Alejandro se reúnen para pergeñar el plan de guerra contra las tropas de Napoleón. Ante la cacofonía de voces dispares y la promiscuidad de las opiniones allí esgrimidas, Bolkonsky no puede más que mostrar sus reparos sobre la posibilidad de establecer una ciencia de la guerra con un grado de certeza similar al de la matemática o la física:
[…] Los debates duraron largo rato, y cuanto más violentos eran, más difícil se hacía llegar a una conclusión definitiva de todo lo que se había dicho. Escuchando aquella conversación en diversas lenguas, aquellas hipótesis, aquellos planes, aquellas contradicciones y aquellos gritos, el príncipe Andréi se sorprendía de todo lo que decían. Las ideas que lo habían asaltado a menudo durante la época de su actividad militar, de que no existe ni puede existir una ciencia para la guerra y que, por tanto, no puede haber ningún genio militar, le parecían en aquel momento como una verdad incontrovertible.
Lejos del campo de batalla, ese mismo desconcierto del príncipe Andréi, equivale al estupor que desató el inesperado anuncio del gobierno de Mariano Rajoy de un nuevo recorte presupuestario de 10.000 millones de euros en los ámbitos de la Educación y la Sanidad.
Es evidente, si no palmario, que en apenas cuatro meses la panacea reformista del gobierno ha fracasado. Ésta, no surte los efectos esperados y además redunda en el paulatino desgaste de un gabinete elegido por mayoría absoluta y cuya principal carta de presentación yacía en la reiterada promesa de aplicar los apósitos adecuados al peliagudo problema de la economía española. Hasta ahora, la llegada a la Moncloa del nuevo gobierno de Mariano Rajoy, no ha conseguido aplacar las dudas de los mercados ni sembrar la confianza de los inversores, sino, que tan sólo ha servido para poner en marcha un proceso de ajuste estructural encaminado a desmembrar los pilares y arietes del Estado del Bienestar. Por ello, en los mentideros del país ya resuenan las voces críticas que, comulgando con los principios alanceados desde Bruselas, buscan una explicación al fracaso de estas políticas parapetándose tras la herencia recibida, el enorme tamaño del Estado, la deuda pública y las trabas del modelo autonómico.
Dentro de la inercia del discurso político dominante, la Educación y la Sanidad son ahora equiparadas a una especie de tumescencia incurable que es necesaria extirpar. Durante estos últimos días hemos asistido a las comparecencias y declaraciones de ministros y tertulianos que, escudándose en el tan manido pretexto de la crisis, aprovechan la delicada situación para asestar el golpe de gracia al ya de por sí renqueante Estado del Bienestar. Pero no sólo aluden a la crisis como ese telón de fondo propicio para llevar a cabo las reformas exigidas desde Europa, sino que igualmente se presentan a sí mismos como heraldos del futuro bienestar de España en contradistinción a una izquierda tumefacta y anquilosada en unos principios ideológicos que no se amoldan al presente más real e inmediato del mercado y las sociedad occidental.
Si bien, durante la pasada campaña electoral repitieron hasta la saciedad que no eludirían sus responsabilidades sacando a colación la herencia recibida de manos del PSOE, la corta memoria de tantas promesas ha sido definitivamente recluida bajo llave en el baúl de los recuerdos porque la realidad delata de los bandazos apresurados de un gobierno haciendo frente a una crisis que escapa a las recetas de austeridad prescritas desde Bruselas. Tal vez, este desbarajuste entre los propósitos y los resultados obtenidos, se deba, en gran medida, al hecho de que las pretensiones científicas de la economía sobrepasan con creces sus propios límites y su dominio o ratio de actividad. En el ámbito de la reforma educativa, el ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, aduce que se producirá un ahorro de 3.000 millones en educación ampliando en un 20% el porcentaje de alumnos por clase. Mas, ¿de dónde proceden esos cálculos tan intrépidos? ¿Cómo ha logrado determinar esa cifra? ¿Cuáles son los criterios manejados para mesurar el coste de cada alumno y el consiguiente ahorro derivado de su reabsorción en grupos o cursos más amplios? ¿Qué fórmulas o guarismos han sido utilizados por el ministro a la hora de ponderar la cifra de 3.000 millones? A pesar del oscuro procedimiento que siempre acompaña a los cálculos, cifras y datos espoleadas por el Gobierno, la realidad supera con creces cualquier determinación de orden meramente económico.
Pasando por alto la escasa trasparencia relativa a la metodología escogida para llegar al resultado de 3.000 millones de euros, lo cierto es que un nuevo ajuste de los presupuestos en los términos económicos estipulados por el ministro Wert, pone en riesgo no sólo la calidad sino también la existencia del sistema educativo público. Para satisfacer las cábalas nigrománticas del ministro Wert y de ese modo unirse a la Cruzada del gobierno en favor de la austeridad, los cálculos realizados en el dominio de la Educación abogan por reducir la partidas presupuestarias invocando la vagarosa necesidad de hacer más con menos sin entrar en detalles tan importantes y en absoluto desdeñables como la calidad y la repercusión de una reordenación del peculio destinado al sector educativo. Si la economía trata de disponer los recursos materiales de modo que podamos gestionarlos de forma óptima, muy a menudo se olvida que el material humano no se rige únicamente en base a cifras y porcentuales. ¿Cómo establecer, pues, la incidencia que un ajuste de 3.000 millones supondría en la calidad de la enseñanza? ¿De qué forma precisa ponderar el deterioro de la educación pública o adelantar las consecuencias nocivas de este ajuste? ¿Acaso es necesario modificar el frágil equilibrio de la educación pública para amoldarla a las extrapolaciones del discurso económico dominante a sabiendas de su elevado grado de incertidumbre e improvisación? Es indudable que la educación en España necesita de una revisión a fondo de sus principios y su estructura, pero, tal vez, no sea del todo apropiado operar una reforma de este calado según los criterios de la racionalidad económica y utilitarista empecinada en obtener un rendimiento y unos resultados inmediatos.
Y es que la racionalidad económica no parece ni tan siquiera responder al patrón de unos objetivos fijados a corto plazo. En España, tras el recambio partidista, las reformas del nuevo gobierno no han cuajado en los mercados. Una vez que se han disipado los efectos anabolizantes del BCE, ha vuelto a aumentar la presión especulativa de los mercados sobre el Ibex 35 disparando la prima de riesgo por encima de los 400 puntos básicos y alcanzando cotas equivalentes a las del pasado agosto del 2011. Además de la volatilidad de los mercados, el crédito español se ahoga en las alacenas y depósitos de las entidades bancarias que durante el pasado mes de marzo se vieron obligadas a incrementar en un 80% con respecto al mes anterior su masa monetaria a través de los préstamos solicitados al BCE. Como bien indica este dato del BCE, la solvencia de la banca española parece más que nunca afianzada sobre los pilares de un gigante con los pies de barro y únicamente erguido gracias a las inyecciones de dinero público y los fondos crediticios del BCE. Pero, a pesar de estas inyecciones, ¿qué ha sido, pues, de todos esos créditos inoculados a la banca española? ¿Por qué no fluye esa masa monetaria en España? Carecemos de liquidez para reactivar y galvanizar el entramado económico español porque los bancos han preferido maquillar sus cuentas y remedar sus deudas, antes que colocar sus fondos a disposición de la economía española en forma de créditos a particulares, ayudas a las PIMES o unas políticas de liquidación hipotecaria y crediticia más acordes con la situación real de muchas familias y empresas ahogadas por la coyuntura económica del país.
Por eso todo el mundo se muestra escéptico cuando se alude a la Banca, e incluso algunos ponen el grito en el cielo sobre la posibilidad de que el programa del gobierno para reducir la morosidad de los ayuntamientos y pagar a sus respectivos proveedores, se quedase en un burdo coup de théâtre porque si los créditos se tramitasen vía bancaria muchos de éstos ni siquiera llegarían a las manos de sus destinatarios habida cuenta de que la banca ya se encargaría de cobrarse sus adeudos atrasados. Y frente a la intransigencia de la Banca, el gobierno ha optado por desarticular el sector público con el aumento de los precios, la reducción indiscriminada de servicios o el anuncio postrero del copago sanitario. ¿Por qué ensañarse de esta forma con el sector público cuando en un período de contracción económica el colchón de los servicios públicos se hace más que nunca necesario? Y es que, este asedio desmedido al sector público en un momento de extrema urgencia social, no dista demasiado de un suicidio colectivo cuyo principal objetivo reside en despojar al ciudadano de todo el entramado de garantías sociales que blindaban su futuro frente a los avatares del mercado y los mercachifles. Si continuamos esta senda de la austeridad nos esperan diez años de depresión económica für Spanien erwarte ich eine Depression, die ein ganzes Jahrzehnt dauern wird - como refiere Jock Fistic en la edición digital del semanario Der Spiegel del pasado 11 de abril- y cuando por fin logremos salir del atolladero, nos daremos de bruces con un modelo económico y social exclusivamente supeditado a los intereses del mercado.
Los valles solitarios nemorosos de la encrucijada actual en la que los discursos económico y político se dan la mano forjando una férrea celosía de intereses y alianzas tan zainos como mezquinos, no tiene fin. Las ínsulas extrañas del discurso económico dominante prescriben unas recetas de la austeridad que, dada la incongruencia entre los objetivos aducidos y las medidas barajadas para obtener tales fines, nos confieren una sensación similar a la experimentada por el príncipe Andréi Bolkonsky en su visita a los oficiales reunidos en el campo de Drissa. No existe ni puede existir una ciencia de la economía porque ésta se ha trastocado en un discurso dominante al servicio de los poderes establecidos y por ende, sus principios se asientan en el interior de una esfera donde confluyen una serie de intereses e inclinaciones ideológicas que no le permiten acceder al anhelado estatus de cientificidad basado en el fundamento de la objetividad desinteresada. Si el ministro Wert nos habla de un ahorro de 3.000 millones de euros y el grueso del gobierno ratifica la inexorabilidad de tales reformas, no nos queda más remedio que realizar un acto de fe y encomendar nuestro futuro a los dogmas de esta nueva teología del poder.
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