27 nov 2011

Por una educación digna y gratuita

Son las siete de la mañana y no he dormido nada, ayer me acosté tarde. Es difícil no sucumbir al poder de un buen libro. El despertador acaba de sonar y lo he apagado. Ahora debería levantarme, desayunar, ducharme y coger mi carpeta, me esperan seis horas de clase en la facultad.Soy incapaz de levantarme, creo que me voy a quedar durmiendo unas horas más. Por un día que falte a clase no va a pasar nada. La verdad es que la semana pasada también falté algunos días, pero qué más da, ya pediré los apuntes y me pondré al día sin problema. Ir a clase a veces se convierte en un verdadero suplicio; el madrugón, los empujones en el metro, los aburridos discursos de aburridos profesores…

Entonces, cuando he decidido por fin dejar paso de nuevo al sueño, con la conciencia bien tranquila, una idea cruza mi cabeza. Tengo 25 años y llevo ya 22 estudiando, nada más y nada menos que el 90 por ciento de mi vida dedicada a la educación, lo que me permite afirmar que me he convertido en algo así como una consumidora compulsiva, y no ha habido un solo día en todo este tiempo en el que no me haya preguntado qué demonios gano yo con todo esto. Me pregunto para qué tanto esfuerzo, si habré conseguido algo, si soy distinta de aquel compañero de colegio que no siguió estudiando y ahora tiene un buen trabajo, un fantástico coche y acaba de conseguir una fabulosa hipoteca de por vida.

Antes, elegir el camino del estudio era asegurarse un buen puesto en el mercado laboral, era aquel que dejaba prematuramente la escuela el que nunca sería nada en la vida y estaría destinado a ocupar los estratos más bajos de la jerarquía socio-económica. Quien iba a la universidad era el que se convertiría en alguien, el que sobresalía por encima de los demás, era el futuro sustentador de la familia. Hoy, cuando seguir estudiando se ha convertido en una cuestión de principios, cuando se sabe que con toda probabilidad no se encontrará un trabajo acorde con los conocimientos y nivel adquiridos y que incluso se llegará a alcanzar la categoría de sobrecualificado, ese adjetivo de reciente aparición en nuestro vocabulario que se cierne sobre la cabeza de los estudiantes y, cual un conjuro grotesco, cierra a cal y canto las puertas del mercado laboral, cuando el que se coloca joven en una empresa tiene más oportunidades que el que dedica su vida a formarse…

Hoy, estudiar, educarse, se ha convertido en toda una hazaña. Sin embargo, hay algo que la educación proporciona a quien la consume que no puede ser sustituido por ninguna otra forma de vida. Por encima de la consecución de un buen empleo, de una buena posición económica o un reconocimiento social, la educación proporciona al ser humano la posibilidad de reducir sus niveles de desconocimiento, de conocer el cómo, el porqué y el para qué de su existencia y de sus relaciones con el mundo que le rodea. Y es que la educación es una institución que lucha contra la ignorancia y, siendo la ignorancia la madre de todos los peligros, el origen de todos los males, todos tenemos derecho a poder librarnos de ella.

Así, mientras me debato entre el dulce letargo de las sábanas y una vigorizante ducha de agua fría, me he dado cuenta de que, en contra de lo que he venido pensando tantos años, no es mi deber ni mi obligación ir a clase, es mi derecho. Tengo el derecho a tener una educación. Pienso que han sido necesarios muchos años de lucha para conseguir que hoy yo pueda asistir a la universidad. Años que ya hemos olvidado, porque en el mundo que conocemos parece imposible que un día se luchara por poder recibir una educación, que un día se pensara que algunas personas no tienen derecho a ella. También caigo en la cuenta de que aún hoy, existen lugares y países en los que a la población se le niega el derecho a estudiar y en los que asistir a clase se convierte en una lucha diaria de David contra Goliat.El colegio, el instituto, la universidad… he subido por todos los peldaños de esta escalera que es la educación, y recién hoy me doy cuenta que al hacerlo no he hecho sino ir colocando los ladrillos necesarios para construir un gran muro que me separe de la ignorancia.

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