Desde que la política ha unido su destino al de los medios de comunicación sociales ha evolucionado en tres vertientes interesantes, pero inquietantes: el espectáculo, la representación y el consumo. La metáfora tradicional de la política como espectáculo es el circo:
¡Pasen, señores, pasen! ¡Pasen y vean! ¡Ante ustedes el mayor espectáculo del mundo! ¡Ante ustedes, damas y caballeros, ante vosotros, niños y niñas que pronto seréis votantes, se presenta el GCN!. Un circo renovado en el que contemplarán aterrados al jefe de la oposición bramando como fiera salvaje, sin domador que lo sujete ni jaula que lo contenga. Algo pavoroso, se lo aseguro, algo nunca visto, algo que les helará la sangre en las venas y sembrará de dudas y miedo sus corazones. Pero, a continuación, en un ejercicio de hipnotismo y retórica, el jefe del gobierno les hará olvidar todo lo que han visto y oído, les transmitirá optimismo y confianza en el futuro porque, señoras y señores, apreciados votantes, él, el gran prestidigitador, les hará comprender que el país va bien. También les hemos traído artistas desde las más remotas tierras autonómicas. Les presentaremos lanzadores de cuchillos, que raras veces fallan; magos e ilusionistas capaces de hacerles ver cosas increíbles como aserrar los cuerpos de sus compañeros por la mitad y luego recomponerlos como si nada, o casi nada; fieras, trapecistas, mentalistas, y un sinnúmero de payasos, que es lo que más abunda en este circo del humor, tal vez un poco negro, pero humor al fin y al cabo. Sonrían señoras y señores, sonrían que no les cuesta nada. Y por último me presento a mí mismo o a mí misma, que tampoco soy manco, ni manca, ni estoy aquí, aunque les cueste creerlo, por ninguna cuota, sino por méritos propios. ¿No me creen? Pasen, pasen y vean.
¿Por qué aceptamos la política espectáculo? Porque somos cotillas, porque nos gusta vivir en la vida de los demás, porque queremos apiadarnos y aterrorizarnos (como en la tragedia), deseamos vengarnos, riéndonos de los malos o de los que envidiamos oscuramente (como en la farsa), deseamos experimentar el deseo de justicia (como en el drama social). Porque nos gusta el teatro. Lo que nos lleva al segundo plano de la política: la representación.
Hace mucho, muchísimo tiempo nuestros políticos querían ser nuestros representantes, pero últimamente se han convencido de que su papel no consiste tanto representarnos como en representar para nosotros. Ahora todo gira en torno a la persuasión, la credibilidad, la puesta en escena, la retórica, en definitiva a los elementos que constituyen el teatro desde tiempo inmemorial, a las técnicas del noble arte dramático. Pero toda representación necesita un público. Un público crédulo que desee ser seducido. Sin estar dispuestos a suspender el juicio, aunque sea temporalmente, para entrar en el juego de la ficción es imposible la representación. Esos somos nosotros: espectadores ilusos y ávidos de ficción. Por eso la verdad, como en el cine o el teatro, no juega ningún papel. Las historias no tienen que ser verdaderas para ser buenas sino verosímiles y sugerentes. La apariencia y una trama bien construida son los ingredientes necesarios para mantener nuestra atención. Pero para que haya tensión dramática –elemento imprescindible en el mantenimiento de la trama- tiene que haber conflicto. De ello se encarga el bipartidismo, el eterno y siempre renovado juego entre gobierno y oposición. Hay más cosas pero este mecanismo es el básico para mantener interesados a los espectadores y para vender periódicos y otros productos que ofrecen los medios de comunicación. Se trata exactamente del mismo mecanismo que mantiene el interés por los equipos de fútbol rivales, con sus colores, su afición, su pasión y todo eso.
Finalmente la confluencia de intereses entre políticos y medios de comunicación convierte la política inevitablemente en un producto de consumo y a nosotros en consumidores. Consumidores más o menos informados, más o menos exigentes, pero consumidores al fin y al cabo. Y como tales también en presuntos implicados o culpables potenciales de lo que no sale bien. De los malos programas de TV no tienen ellos la culpa sino el share, o sea, nosotros; de la degradación del medio ambiente no tiene la culpa la industria sino nosotros que no consumimos responsablemente productos biodegradables, de la tragedia de las carreteras no tienen la culpa la industria automovilística, la falta de transportes públicos, los déficits de las carreteras, la legislación, etc., no, la culpa es de los conductores. Pagamos y consumimos productos inseguros –incluida la política mediática- en condiciones de inseguridad, y con el superávit se financia una publicidad que nos vende más de lo mismo y nos culpa a nosotros de las consecuencias indeseables. En ese sentido la política como producto de consumo es la más sutil y peligrosa de todas. Un instrumento más al servicio del capitalismo incontinente que nos esponja y nos empapa. A su lado, la política como espectáculo y como representación son inocentes juegos de niños.
¡Pasen, señores, pasen! ¡Pasen y vean! ¡Ante ustedes el mayor espectáculo del mundo! ¡Ante ustedes, damas y caballeros, ante vosotros, niños y niñas que pronto seréis votantes, se presenta el GCN!. Un circo renovado en el que contemplarán aterrados al jefe de la oposición bramando como fiera salvaje, sin domador que lo sujete ni jaula que lo contenga. Algo pavoroso, se lo aseguro, algo nunca visto, algo que les helará la sangre en las venas y sembrará de dudas y miedo sus corazones. Pero, a continuación, en un ejercicio de hipnotismo y retórica, el jefe del gobierno les hará olvidar todo lo que han visto y oído, les transmitirá optimismo y confianza en el futuro porque, señoras y señores, apreciados votantes, él, el gran prestidigitador, les hará comprender que el país va bien. También les hemos traído artistas desde las más remotas tierras autonómicas. Les presentaremos lanzadores de cuchillos, que raras veces fallan; magos e ilusionistas capaces de hacerles ver cosas increíbles como aserrar los cuerpos de sus compañeros por la mitad y luego recomponerlos como si nada, o casi nada; fieras, trapecistas, mentalistas, y un sinnúmero de payasos, que es lo que más abunda en este circo del humor, tal vez un poco negro, pero humor al fin y al cabo. Sonrían señoras y señores, sonrían que no les cuesta nada. Y por último me presento a mí mismo o a mí misma, que tampoco soy manco, ni manca, ni estoy aquí, aunque les cueste creerlo, por ninguna cuota, sino por méritos propios. ¿No me creen? Pasen, pasen y vean.
¿Por qué aceptamos la política espectáculo? Porque somos cotillas, porque nos gusta vivir en la vida de los demás, porque queremos apiadarnos y aterrorizarnos (como en la tragedia), deseamos vengarnos, riéndonos de los malos o de los que envidiamos oscuramente (como en la farsa), deseamos experimentar el deseo de justicia (como en el drama social). Porque nos gusta el teatro. Lo que nos lleva al segundo plano de la política: la representación.
Hace mucho, muchísimo tiempo nuestros políticos querían ser nuestros representantes, pero últimamente se han convencido de que su papel no consiste tanto representarnos como en representar para nosotros. Ahora todo gira en torno a la persuasión, la credibilidad, la puesta en escena, la retórica, en definitiva a los elementos que constituyen el teatro desde tiempo inmemorial, a las técnicas del noble arte dramático. Pero toda representación necesita un público. Un público crédulo que desee ser seducido. Sin estar dispuestos a suspender el juicio, aunque sea temporalmente, para entrar en el juego de la ficción es imposible la representación. Esos somos nosotros: espectadores ilusos y ávidos de ficción. Por eso la verdad, como en el cine o el teatro, no juega ningún papel. Las historias no tienen que ser verdaderas para ser buenas sino verosímiles y sugerentes. La apariencia y una trama bien construida son los ingredientes necesarios para mantener nuestra atención. Pero para que haya tensión dramática –elemento imprescindible en el mantenimiento de la trama- tiene que haber conflicto. De ello se encarga el bipartidismo, el eterno y siempre renovado juego entre gobierno y oposición. Hay más cosas pero este mecanismo es el básico para mantener interesados a los espectadores y para vender periódicos y otros productos que ofrecen los medios de comunicación. Se trata exactamente del mismo mecanismo que mantiene el interés por los equipos de fútbol rivales, con sus colores, su afición, su pasión y todo eso.
Finalmente la confluencia de intereses entre políticos y medios de comunicación convierte la política inevitablemente en un producto de consumo y a nosotros en consumidores. Consumidores más o menos informados, más o menos exigentes, pero consumidores al fin y al cabo. Y como tales también en presuntos implicados o culpables potenciales de lo que no sale bien. De los malos programas de TV no tienen ellos la culpa sino el share, o sea, nosotros; de la degradación del medio ambiente no tiene la culpa la industria sino nosotros que no consumimos responsablemente productos biodegradables, de la tragedia de las carreteras no tienen la culpa la industria automovilística, la falta de transportes públicos, los déficits de las carreteras, la legislación, etc., no, la culpa es de los conductores. Pagamos y consumimos productos inseguros –incluida la política mediática- en condiciones de inseguridad, y con el superávit se financia una publicidad que nos vende más de lo mismo y nos culpa a nosotros de las consecuencias indeseables. En ese sentido la política como producto de consumo es la más sutil y peligrosa de todas. Un instrumento más al servicio del capitalismo incontinente que nos esponja y nos empapa. A su lado, la política como espectáculo y como representación son inocentes juegos de niños.
3 comentarios:
bienvenida al blog, al blog beatriz.¿Filologa, periodista o de audiovisuales, o de esa seca tan denostada de los filosofos?
ah y gracias al propietario del blog por anticipao por no CENSURAR MI COMENTARIO, ESPERO, BUENO NO ESPERA, SI ESA YA ES CENSURA EN SI NO.
ni filóloga, periodista, audiovisuales o filósofa: futura abogada...o eso espero!
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