Pan y circo
(Tercer acto y final de la primera serie del Ruedo Ibérico)
Bien conocida es desde antaño la necesidad de agasajar al pueblo mediante la puesta en marcha de diversos entretenimientos lúdicos capaces de arrancarles, por momentos, a la miserable monotonía de sus quehaceres diarios y, a la postre, colmar su tiempo libre otium con ocupaciones tan inocentes como el forcejeo asesino de los gladiadores romanos o la animada correría de veintidós almas dándole pataditas a un balón en los abarrotados coliseums modernos. Así, los exuberantes combates de gladiadores organizados en
Por otro lado, la hegemonía del espectáculo en la sociedad contemporánea se ha transformado en un hontanar casi exclusivo de valores en boga. En este sentido podemos pensar en el culto desenfrenado al cuerpo, el hedonismo de la abundancia, el erotismo vulgarizado, la mercantilización del placer, el voyeurismo de libidos virtuales o la transgresión del individuo transgredido, esto es, la afirmación de una individualidad en la mera ruptura de las formas establecidas – pienso en fenómenos sociales tales como “Lady Gaga” o el finado “Michel Jackson”- y la adoración de una nueva categoría social: el famoseo. Hace apenas un año el coleccionable mensual Le Monde Diplomatique presentaba una encuesta realizada sobre la población escolar francesa, niños y niñas entre 8-16 años, respecto a sus futuras inclinaciones profesionales. Así, a la pregunta “qué te gustaría ser de mayor” más del 30% respondería: Famoso. Si la realidad fuera racional y lo racional fuese real, entonces no tendríamos por qué alarmarnos ni con estas estadísticas ni con el trasfondo social que las sustenta. Tan sólo bastaría esperar que la propia marcha de los acontecimientos sociales procediese a su justa rectificación. Sin embargo, allende las especulaciones, se imponen los hechos que, como tales, son impepinables e incontrovertibles. La alianza entre capital y espectáculo, el ensamblaje entre diversión y valores daría lugar a un nuevo tipo de organización social que Guy Debord nombraría “La sociedad del espectáculo” allá por el año 68. Los tiempos han cambiado y de aquel tiempo a esta parte se han multiplicado, acelerado y sobremanera proliferado los avances tecnológicos. Este omnímodo avance de las nuevas tecnologías ha ido acompañado, a la par, de una profunda modificación de las conductas y una amplia revolución de las costumbres – sobretodo en países democráticos-. Las modificaciones cualitativas producidas durantes el siglo pasado se han propagado y sedimentado lentamente en el interior de las casi imperceptibles estructuras de “longue durée” – como diría Ferdinad Braudel- concomitantes a todo proceso histórico. Una de estas modificaciones cristalizadas en el seno de las nuevas “sociedades del espectáculo” radica en la acusada disminución – más bien carencia- del juicio crítico ejercido por la opinión pública. La falta de discernimiento popular capaz de elevar una voz firme y unánime contra los desafueros del gobierno o bien, los indecorosos desenfrenos de la balumba televisiva, se palpa cuando los platós de televisión rezuman de empingorotadas señoras, señores, jóvenes, jóvenas y ancianas plañideras arrobadas ante la inconmensurable emoción de asistir en directo al retorno televisivo de la “princesa del pueblo”, Belén Esteban, con su retocada narizota. Si Nikolai Gogol resucitase mañana, estallaría en sardónicas carcajadas cuando advirtiese que semejantes episodios de la vida real se corresponderían punto por punto a las alocadas fabulaciones de su obra
Como veníamos diciendo - antes de realizar este largo excurso-, las nefastas consecuencias acarreadas tras la implantación de un nuevo tipo de organización social denominado “Sociedad del Espectáculo” radicaban especialmente, entre otros muchas síntomas, en la zafia condescendencia de una audiencia o público pregnado de los malsanos valores pergeñados en el ámbito de la “irrealidad mediática" y su falta casi absoluta de juicio crítico. Por otro lado, en las “sociedades del espectáculo” también prolifera un remarcable fenómeno de adocenamiento general. Un fenómeno aclimatado por la adecuación, o mejor dicho, constricción del horizonte cultural de la ciudadanía a los reclamos exclusivamente inventariados de la lógica mercantil. A modo de ejemplo, podríamos poner sobre el tapete las encuestas de población, realizadas cada cierto tiempo por las grandes firmas discográgicas y editoriales, a fin de evaluar el impacto de sus nuevos productos – llámese Javier Marías, Fernando Savater, Boris Izaguirre, David Bisbal o Chenoa- sobre la populación. De esta forma se emprenden costosas campañas publicitarias con la finalidad de ahormar a priori los “gustos” del público y garantizar la posterior recepción y adquisición de sus productos. Una refinada labor de ingeniería mercantil que puede llegar a modificar a su antojo los gustos de un “público adocenado”. Sin ningún reparo, el ciudadano pasa a ocupar de inmediato la casilla de “consumidor empedernido”, al auspicio de la envilecida lógica mercantil. De ahí, la importancia de mimar al ciudadano-consumidor a sabiendas de su importante posicionamiento en la correa de transmisión mercantil. La dinámica mercantil del mundo desarrollado se imbrica, pues, en el interior del “entresijo espectacular, bien articulada y coordinada con el modelo socio-cultural esbozado en el funciomiento de la democracia capitalista. Un capitalismo que responde a su vez, al arquetipo de una modernidad desquiciada, una modernidad traumatizada, producto de profundas rupturas donde los abusos de una libertad mal orientada han degenerado en una crisis de valores sin precedentes. Desbordados por un nihilismo de signo opuesto al nietzscheano, no afrontamos una negación crítica de los valores establecidos sino su disolución en una amazacotada y pasiva indiferencia, ya apuntada, años atrás, por Octavio Paz en su recopilación de artículos intitulada Tiempo nublado,
La enfermedad de Occiente, más que social y económica, es moral. Es verdad que los problemas económicos son graves y que no han sido resueltos: al contrario, la inflacción y el desempleo aumentan. También es cierto que, a pesar, de la abundancia, la pobreza no ha desaparecido. Vastos grupos –las mujeres, las minorias radicales, religiosas y linguisticas- siguen siendo o sintiédose exluidos. Pero la verdadera y más profunda discordia está en el alma de cada uno. El futuro se ha vuelto la región del horror y el presente se ha convertido en un desierto. Las sociedades liberales giran incansablemente: no avanzan, se repiten. Si cambian, no se transfiguran...
Uno de los mayores responsables de este marasmo moral ha sido la interiorización de los engranajes socio-culturales difundidos con el advenimiento de la “sociedad del espectáculo” y, cuyos deplorables efectos sobre el conjunto de la ciudadanía, ponen incluso en tela de juicio uno de los principios fundamentales de la extinta democracia: la separación de poderes. El remedio para acabar con los abusos de poder, pasa, ante todo, por el sistema de balanzas y controles regido por la independencia de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial sometidos al contrapeso de una opinión pública en las decisiones gubernamentales a través del sano y cuerdo ejercicio de la crítica. Este contrapeso esencial para evitar la confabulación de los tres ámbitos del poder, se desgasta y desfallece paulatinamente a medida que la estulticia y la desazón, se apoderan de una gran mayoría, incapaz de reaccionar ante las embestidas del morlaco político-mercantil. Ahora que los estados claudican ante las arrogancias del mundo financiero, un nuevo episodio se suma a toda esta abyecta serie de abusos de poder promovidos por la soberbia de un estamento asimismo tan corrompido como el bursátil – la diputambre- cuya impunidad responde, en parte, al desmantelamiento de una opinión pública combativa en España. Me refiero a las declaraciones del Defensor del Pueblo de
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