Sería del todo imposible abordar la historia de la ciencia, o de ese objeto de estudio pluriforme que a día de hoy integra el dominio de dicha disciplina, sin atender a las lianas, mimbres y maromas tendidas entre la práctica científica y el discurso religioso-teológico. Como las líneas de fuerza de un mismo campo magnético, ambas construcciones o discursos sobre la realidad, se entreveran y entrelazan ahormando una improvisada celosía intelectual. Si desde los balbuceos de la Escuela de Mileto y las consecuentes elucubraciones desbrozadas en torno al complejo entramado de una Naturaleza physis carente, en apariencia, de cualesquiera elementos y correspondencias colegadas a los mitos y teogonías de sus antecesores, la práctica o savoir faire denominado “ciencia”, ha tratado siempre de apropiarse de un espacio neutro para la reflexión locum neutrum horro de toda connotación de carácter mitológico y religioso, la historia de la ciencia nos enseña lo contrario. Lejos de esta imagen harto simplificada de la Grecia antigua y los presocráticos, Francis Macdonal Conford From Religion to Philosophy o Jean-Pierre Vernant Mythe et pensée chez les grecs, entre otros, han llevado a cabo una labor de zapa y desescombro del mentado milagro griego para mostrarnos las similitudes estructurales entre las especulaciones de tinte meramente naturalista, esto es, despojadas de elementos “mitológicos”, y la carcasa u osamenta de las antiguas cosmogonías y prácticas rituales de la Antigua Grecia. Cuando Tales, Anaxímenes y Anaximandro emprenden su andadura intelectual no tienen más remedio que echar mano de lo ya conocido y verter, a modo de crisol, sus reflexiones dentro de los andamiajes intelectuales tendidos por la religión y la mitología. En otras palabras, los inicios de la ciencia o episteme en Grecia no hacen sino continuar tácitamente el modus operandi de sus antecesores. Y todo ello porque nada surge de la nada ex nihilo y como tal, tampoco la especulación sobre el universo mundo, habida cuenta de que ésta no hace sino encaramarse a hombros de gigantes, según refería Bernardo de Chartres ya en el siglo XII.
Aunque el ejemplo traído a colación, podría estimarse harto desafortunado para ilustrar el actual estado evolutivo de la tecno-ciencia, no es, sin embargo, tan descabellado cuando hace apenas unos meses los investigadores del C.E.R.N anunciaban al Gran Público y la Comunidad Científica, los resultados y avances obtenidos tras el rastreo y subsecuente confirmación experimental del bosón de Higgs, vulgarmente conocido como partícula de Dios. Sin entrar en los farragosos y abstrusos detalles de la física de partículas subatómicas sustentada por el Modelo Estándar, podemos, al fin y a la postre, bosquejar la siguiente interrogación: ¿por qué la partícula de Dios? ¿Qué relación acuña el bosón de Higgs para equipararla a una creación o atributo divino? La denominada partícula de Dios, fue, en realidad, bautizada con el nombre de Partícula Dios – y no de Dios- por el premio Nóbel Sheldon Glashow dada la hipótesis teórica de su necesaria presencia en toda la extensión del universo ubiquitas. En este sentido, el bosón de Higgs no es más que la partícula o componente de un campo presente en todos y cada uno de los rincones del universo, capaz de ofrecernos el sésamo o clave en la explicación del por qué la mayoría de las partículas elementales están dotadas de masa. Como tal, el bosón de Higgs empuña uno de los atributos – omnipresencia- conferidos a Dios durante décadas de concilios y disputas teológicas empeñadas en aclarar la esencia o naturaleza de Dios: la noción teórica de campo compuesto del bosón de Higgs reverbera la ubiquitas y omnipresencia de la idea de Dios derivada de las cogitaciones teológicas. De este modo, la entidad teórica postulada por Higgs se emboza ese mismo atributo, la omnipresencia divina, que ha dado pie a toda una serie de querellas atinentes a la corporeidad y la plaza de Dios en los espacios siderales. Y que llevaría a Isaac Newton a prevalerse de un sensorium Dei equivalente al espacio y el tiempo absolutos, provocando la reacción acalorada de Leibniz en su famosa y polémica correspondencia con Clarke.
Sin embargo, y allende los enredos y dificultades conceptuales de las querellas metafísicas y las sutilidades de la reflexión teológica, lo cierto es que, como apuntaba Tertuliano, a todo ello se añadiría la mediocritas humanis o angostura y estrecheces de un conocimiento humano que, comparado a la omnisciencia y omnisapiencia divina, no es sino un grano de arena en un desierto de dunas infinitas. Mas, con los obstáculos insalvables de la finitud y la falibilidad del conocimiento humano en su búsqueda trillada de Dios, la Teología ha logrado elaborar un refinado sistema o andamiaje de pensamiento dentro del cual el discurso y la práctica científica se incardinaron y en muchos otros sentidos, se solaparon. A través de un enmarañado y espinoso dédalo plagado de las enseñanzas de una Escolástica y una Teología ancladas en el principio indubitable de la existencia de Dios, se perfilan los “ingredientes” de la nueva cosmovisión del mundo en ciernes desde los albores del siglo XVII. Y todo ello a pesar de los campos de minas y los valladares que las Autoridades Eclesiásticas han erigido contra el empuje del Progreso y la Ciencia. Si bien la posición oficial de la Iglesia se alzaba como un firme baluarte contra la herejía, aleccionando a los impíos y exhibiendo todo su poderío en ocasiones puntuales – Giordano Bruno y Galileo- con la finalidad de amilanar las embestidas de la remozada filosofía natural-renacentista y mantener incólume su autoridad en la ecumene, todo eso no ha sido óbice para que el discurso científico se haya servido y aprovechado del vasto edificio conceptual de la Escolástica en la conformación y modelado de la nueva cosmovisión del mundo pergeñada en el tan discutido proceso de aclimatación de la denominada Revolución Científica.
Durante este período convulso de la historia, apuntalada con el descubrimiento del continente americano, la segregación protestante de la Iglesia Occidental, el estallido de las guerras de religión y más importante aún para el caso que nos ocupa, el progresivo desmoronamiento de la añosa visión del mundo legada por Aristóteles y sus comentadores medievales, la práctica científica elabora un discurso intelectual en donde el aristotelismo y la especulación divina comienzan a revestir la forma de leyes, teorías y mecanismos explicativos de la Naturaleza y los procesos físicos capaces de sustituir a las formas substanciales, el hilemorfismo de la materia y los atributos divinos. A lo largo de esta nueva andadura, en donde la práctica científica trata de emanciparse y zafarse de todo vínculo con la teología o la metafísica, las teorías y entidades teóricas de una tintura universal similar al bosón de Higgs – materia subtilis, éter- han ido apareciendo y despareciendo alternativamente de la escena científica. Por otro lado, y allende las ramificaciones y meandros de su imparable progresión, la ciencia ha sembrado asimismo nuestra imaginación de fábulas futuristas: de una posible conquista del espacio y una irrevocable evolución hacia el mundo de la inteligencia artificial. Una marcha imparable y a procura de una manifiesta corroboración del dominio absoluto del hombre sobre la naturaleza, tal y como avanzase, salvadas todas las distancias, Francis Bacon. Por ello, la confirmación experimental de la existencia del bosón de Higgs no redundará, estipulan lo más optimistas, sino en favor de nuestra confianza ciega en el progreso de la ciencia y su cada vez más cercana y definitiva resolución de los arcanos del universo mundo sin caer en las trampas de las especulaciones de carácter religioso o metafísico
Pero a cada paso, la ciencia, concita nuevas interrogaciones e incertidumbres tanto morales como especulativas. Y es que, a medida que penetramos en los misterios del universo aumenta nuestra perplejidad y nos azota un sentimiento de incredulidad a sabiendas de la aparición de tantas otras incógnitas irresolutas remozando y dilatando ese mismo horizonte en el que se desenvuelve y proyecta la labor científica. Si como ya señaló Einstein en una ocasión, “Dios no juega a los dados con el universo” y, por ende, cada pieza o tesela de este mosaico debería hallar una solución o explicación aclimatada a los presupuestos y pronósticos de un aserto corroborado y verificado racionalmente, sin sucumbir a los serpenteos y vericuetos del principio de indeterminación de Heisenberg y las aplicaciones probabilísticas de la matemática, la realidad hoy es muy otra, porque, en definitiva, el mundo microscópico y subatómico de la materia, no responde a las leyes de la física clásica, sino a los postulados de la física cuántica erigidos sobre unos pilares que nada o casi nada tienen en común con el mundo macroscópico. Mas, y aunque así sea de facto, el principio de indeterminación también presente en la reflexión de Maimónides y su Guía para perplejos, se proclamaba, en ese caso y a redropelo de lo estipulado por Einstein, como una confirmación de la existencia de Dios, porque un universo mecánico bien ordenado podría ser considerado autosuficiente. Ergo, la incertidumbre es necesaria dado que en caso contrario, no se avala la necesaria intervención de una inteligencia ordenadora.
Pero si abandonamos el pensamiento de Maimónides, es cierto que desbaratando las leyes clásicas de la física newtoniana y los fundamentos de la relatividad de Einstein para fenómenos con velocidades cercanas a las de la luz, los avances en el estudio de la materia a lo largo de los últimos 50 años y la construcción del acelerador de partículas en Ginebra, han destapado los complejos mecanismos que rigen el sistema del universo, concitando, más allá del progresivo e imparable avance de la tecno-ciencia, el mismo horror pascaliano en cuanto se atiza la llama de la reflexión. Dado el espectáculo del universo mundo, cabría demandar si semejante simetría a escala macroscópica con la leyes de la física clásica y los fundamentos de la relatividad, y los de la incertidumbre a escala microscópica con la física cuántica y los artilugios matemáticos de la probabilidad, no se conjugan para crear una “armonía preestablecida” gracias a la pericia e infalibilidad de un Artífice y avezado Geómetra o, por el contrario, tal y como nos enseña la ciencia, responden a una organización espontánea de la materia sin la necesaria intervención de una inteligencia ordenadora. Pero todo esto, aparenta ser una cuestión insalvable porque, su solución no emana ni de los avances de la tecno-ciencia ni de la exégesis teológica-religiosa. Es una cuestión de fe, creencia y predilección. De creencia ciega en el ideal de la ciencia o de creencia íntima en la existencia de una realidad trascendente e inefable y por ende, fuera del alcance de nuestra razón. Así, la corroboración del bosón de Higgs o el hallazgo de una entidad trasladándose a velocidades superiores a las de la luz, no son sino un paso más de la ciencia en su particular batalla contra esa otra visión del mundo que tiende a resaltar el valor inefable de la creación y el universo. Sea, pues, bosón de Higgs o partícula de Dios, por delante aún queda un arduo y tortuoso camino; tanto para los unos, amoldados al ideal progresista de la tecno-ciencia, como para los otros, dispuestos a defender con uñas y dientes la fortaleza asediada de la fe.