Un añoso y destartalado autobús enfila la avenida Tverskaia. Se detiene a un lado de la calzada gambeteando, como bien puede, a través de los siempre abarrotados carriles de una ciudad congestionada por el tráfico insano e incesante de furibundos conductores. Todos ellos reclaman su reñida porción de asfalto a base de estridentes bocinazos y atrevidas maniobras. Los pasajeros de la ferruginosa tartana urbana descienden con la frente, cuellos y camisas bañadas en un pringoso y escurridizo sudor estival. Aprietan las quijadas y con un mohín de velada resignación sortean las trampas tendidas a lo largo de una avenida plagada de chamizos de construcción y empedrados a medio rehacer. Trampas que desbordan las frugales coordenadas de la avenida Tverskaia y se extienden por toda la ciudad en una enigmática telaraña hilvanada con tal de satisfacer el polémico e inefable mandato del nuevo alcalde, Sergei Sobienin, empeñado en volver a adoquinar nolens volens todas las aceras de Moscú. Pero el enigma se resuelve cuando los jirones de frases desprendidos de maledicientes habladurías, apostrofan que la señora esposa del alcalde dirige una empresa de adoquines, casualmente utilizados ahora para remodelar las gastadas aceras moscovitas. Al menos, esta vez, el escalpelo de la Autoridad revolverá las entrañas de Moscú en un afán casero de lustrar y embellecer las baldosas de una ciudad abriéndose paso, como orquídea primaveral, en su célere y mirífica conversión al capital. Dolorosa conversión traducida en la poliédrica y arrevesada disposición topográfica de los puestos y tenderetes, buhoneros y vendedores ambulantes prodigando el sacrosanto principio de todo liberalismo pionero: la transacción y la compraventa. Tras los mostradores de cartón y hojalata creciendo como champiñones en los subterráneos del metro de Moscú o en el exterior, entre recovecos de dudosa salubridad, refulgen mercaderías procedentes de los cuatro puntos cardinales. No obstante aquí prima el sentido práctico: todo es vendible si no se demuestra lo contrario. Pero si tal no fuera el caso no bastará sino saber negociar una suculenta y acertada suma de rublos.
Aunque el nuevo ruso novyi russki acoge el milagrero aterrizaje del ansiado capital titilando en sus pupilas en forma de una lluvia dorada de petrodólares, gas, automóviles de alta gama, mercaderías, importaciones y negocios facilones, la satisfacción contenida de algunos sectores de la población delata los innúmeros trampantojos y añagazas de tan vívida reconversión. La llegada de Vladímir Putin al poder hace once años y su “viraje hacia Occidente” recelan, según relata Lilia Shevtsova en Putin’s Russia, del doble rasero e hibridez del nuevo régimen instaurado por el antiguo agente del KGB. ¿Cómo adoptar la cutícula democrática y hacer fluir el codiciado maná capitalista sin perder nuestras señas de identidad ribeteadas de la acendrada ideología soviética? Una política de espejos y dobleces; raseros e intereses democráticos apalabrados de puertas para afuera, mientras de muros para adentro aún se recurre a un rígido paradigma de lealtades y obediencias grabadas con los imborrables caracteres totalitarios que perviven en el sesgo de gestos y mohines, de palabras y silencios. Aunque no todo acto de empatía en Rusia se reduce a la manida herencia soviética –como algunos sesudos intérpretes occidentales repiten sin cesar- no cabría tampoco pasar por alto y a vuelapluma eso que con afinada sutilidad Alain Besançon denomina l’âme idéologique en su imprescindible estudio sobre las raíces intelectuales del Leninismo a la hora de comprender la actual situación de Rusia en el tablero del mundo. Parafraseando a Besançon, Rusia mantendrá siempre vigentes los vestigios de la ideología bolchevique mientras perdure el pesado lastre legado por el fantasmal ocupante del Mausoleo de la Plaza Roja. Un ocupante, que tras la revolución documentaria de los años noventa advenida con el hundimiento de los regímenes comunistas del este de Europa recobra el color, la fragancia y los matices ensombrecidos a fuer de la tergiversación, la patraña y los escombros acumulados sobre su imagen y recavados, para bien de la Historia y el historiador, entre los custodiados archivos de Moscú. Como tal, Stéphane Courtois remite al odio y la paranoia de un Lenin obsesionado con la “limpieza y exterminio del elemento burgués y capitalista” o “la instauración a sangre y fuego del ideal bolchevique” todo ello recogido en la atroz proclama de “quien no trabaja no come” (Communisme et totalitarisme).
Con todo, los turistas se agolpan a la entrada del Mausoleo y le rinden la debida pleitesía en un silencio admirativo o una callada incomprensión. Tras la visita programada y una vez ahítos de la espera y la posterior catarsis, rehacen su andadura bordeando los hirsutos muros del Kremlin para sacarse la deseada instantánea abrazados a la vivaracha reproducción de un Lenin y un Stalin posando, serviciales y pizpiretos, en la plaza Manengna por tan sólo cien rublos la fotografía como bien reza un arrugado cartelito escrito en todas las lenguas del orbe. ¡Todo un chollo para el turista hastiado de tanta reverencia mortuoria al fantasmal cadáver del Mausoleo! Pero no todo en Rusia son fantasmas del pasado. El nuevo ruso contempla el presente y exhibe su fijación por las suculentas impostaciones traídas del lejano Occidente gracias al despegue sin alas de la Santa Rusia hacia el cielo estrellado del capital durante el indeleble e imperecedero reinado de Vladimir Putin. Y en Rusia no escatimarán en elogios y zalemas al ex agente del KGB por haberlos colocados tras la estela del tan preciado bergantín occidental. No lo olvidemos: las encuestas hablan por sí solas y muestran cómo las jóvenes moscovitas consideran a Vladimir Putin un modelo de hombre ideal, casi de ensueño, que se deshace del estrecho corsé del político al uso conocido en Occidente y cuando llega el verano cabalga por las llanuras de la república de Tuvá con el torso al descubierto, abate tigres en Siberia o descubre ánforas en el Mar Negro (El País 10-08-2011).
Icono y reclamo sexual de la Nueva Rusia y los nuevos rusos. Poder, Riqueza y Autoridad aúnan el explosivo cóctel resumiendo la creciente popularidad de un Primer Ministro que no ceja de robarle minutos de protagonismo cada noche en las noticias de la televisión estatal al presidente Dimitri Medvedev. Vladímir Putin, el Deseado, reaparece, casi a diario, reunido en su despacho junto a los ministros y representantes del poder secular. Comanda, ordena, promete y acude campechano y circunspecto a conferencias, combates de lucha libre, mesas redondas y eventos de toda guisa sin dejar de aconsejar y anotar en su agenda personal los reclamos de ciudadanos y paisanos. Todo marcha según los proyectados raíles: si el Destino no lo desmiente, Vladimir Putin presentará su candidatura a las próximas elecciones presidenciales. Ante todo calma, pero sin bajar la guardia ni un solo instante porque confiar la última carta al Destino podría jugarnos una mala pasada. Nunca se sabe a qué atenerse cuando uno se confronta con el turbulento Hado guiando los pasos de la Santa Rusia: ¿un nuevo estallido del hervidero checheno? ¿Incendios asolando la estepa? ¿Cruentos enfrentamientos en una reavivada guerra contra la vecina Georgia? ¿Hundimiento de un submarino nuclear? Este verano, al menos, parece que la tragedia no sobrevuela el territorio ruso. Además, las cosas parecen marchar viento en popa y no sobran motivos de satisfacción entre los moradores del Kremlin: a unos meses de julio y agosto relativamente suaves, se unen la agitada actualidad socio-económica de los antiguos territorios de la Federación de Estados Soviéticos: Bielorrusia y Ucrania. El primero hundiéndose cada vez en el lodazal de una crisis económica propugnada por el régimen voraz de Lukaschensko y la segunda sofocando los últimos rescoldos de la Revolución Naranja tras el encarcelamiento de Yulia Timoschenko a raíz de sus supuestas concesiones económicas al gobierno ruso y desfavorables a los intereses de Ucrania atinentes a los acuerdos consignados en 2009 entorno al suministro de gas. En el Kremlin se frotan las manos. La insubordinación al poder emanado desde Moscú se paga muy cara.
Quizás el turista, más preocupado en dar salida cuanto antes a los rublos acumulándose en su monedero, se deje llevar por las apariencias de pujante prosperidad diseminadas aquí y allá en los cartelitos y la avasalladora publicidad recubriendo, a semejanza de una purulenta escama, el decorado ficticio adornando el centro de Moscú y los alrededores del Kremlin. Pero tan solo bastaría alejarse unos metros de sus enhiestas murallas y perderse en el entramado de calles y callejuelas a medio asfaltar, para romper el velo de las ilusiones y percibir el deleznable abandono acrisolado en las fachadas, edificios, iglesias, parques y mobiliario público. Una llamarada enciende presta la mecha de la reflexión, ¿en qué se invierte el dinero público recaudado gracias a los impuestos de los moscovitas? Respuesta a todas luces evidente: en adoquinar la ciudad porque aquí como en todas partes adolecen las mismas carencias: no hay dinero suficiente para más. Pero aquí, como en todas partes también se rumorea de la torcida voluntad del político más preocupado en el propio interés que en el ajeno. Sin embargo, aquí el abismo entre Autoridad y Sociedad, se ensancha hasta encarnar una sensación de vulnerabilidad y desamparo frente a un Poder bien amurallado, sin parangón con la experiencia política de las pseudo-democracias occidentales. No es por ello menos cierto que las voces dispares criticando al Gobierno y sus adláteres se alzan y dejan oír en la Santa Rusia. Pero tan sólo reverberan hasta ese punto en el que la atonía no se convierta en incordio o malestar capaz de perturbar los sueños de los moradores del Kremlin. Tal vez esa vulnerabilidad y desamparo del ciudadano ruso, trasluzca en la anegada historia de sufrimientos, vasallaje y privaciones de esa llamada “excepcionalidad del alma eslava” que ya en el siglo XIX Konstantín Leóntiev asimilaba a la herencia bizantina y Dostoievski calificaba de excepcional. Ese mismo Dostoievski de mirada huidiza que ahora reposa, ceñudo y taciturno, en la entrada principal de la desangelada Biblioteca Estatal Rusa (antes Biblioteca Lenin), atisbando de soslayo uno de los ángulos de la muralla rodeando la ciudadela del Kremlin que sobresalen a espaldas de un edificio y tratando, en el silencio sopesado de la reflexión, de ahondar en las entrañas de la vieja-nueva Rusia que se perfila bajo su ojos.
La mirada se diluye en la apriscada penumbra de la incertidumbre, ¿cómo espulgar el trasfondo sustentando el armazón socio-político de la nueva Rusia sin caer en la tergiversación difuminada de la propia mirada occidental? ¿De qué forma desembrollar y tamizar la compleja y cambiante realidad de un país y una civilización ajenas tanto en lengua como historia y tradición sin recubrirlas con las categorías mentales acomodadas a lo ya conocido? Las cábalas se retuercen en un enmarañado dédalo de lianas invisibles, espejismos y callejones sin salida. ¿Cuál sería el calificativo adecuado para la nueva Rusia? Como afirmaba Winston Churchill, Rusia “es un misterio dentro de un enigma”.
El autobús desaparece dando bandazos entre la procelosa marea de automóviles y la letanía de un horizonte prístino y azulado en dónde al son de los cláxones se mezclan los sonidos de un altavoz situado en el terrado de un edificio coronado con un letrero de Coca Cola y una imagen de Naomi Campbell inquiriendo: ¿pero quién no vive todavía entre nosotros? a kto echtcho nie giviot v nashei dom?
Aunque el nuevo ruso novyi russki acoge el milagrero aterrizaje del ansiado capital titilando en sus pupilas en forma de una lluvia dorada de petrodólares, gas, automóviles de alta gama, mercaderías, importaciones y negocios facilones, la satisfacción contenida de algunos sectores de la población delata los innúmeros trampantojos y añagazas de tan vívida reconversión. La llegada de Vladímir Putin al poder hace once años y su “viraje hacia Occidente” recelan, según relata Lilia Shevtsova en Putin’s Russia, del doble rasero e hibridez del nuevo régimen instaurado por el antiguo agente del KGB. ¿Cómo adoptar la cutícula democrática y hacer fluir el codiciado maná capitalista sin perder nuestras señas de identidad ribeteadas de la acendrada ideología soviética? Una política de espejos y dobleces; raseros e intereses democráticos apalabrados de puertas para afuera, mientras de muros para adentro aún se recurre a un rígido paradigma de lealtades y obediencias grabadas con los imborrables caracteres totalitarios que perviven en el sesgo de gestos y mohines, de palabras y silencios. Aunque no todo acto de empatía en Rusia se reduce a la manida herencia soviética –como algunos sesudos intérpretes occidentales repiten sin cesar- no cabría tampoco pasar por alto y a vuelapluma eso que con afinada sutilidad Alain Besançon denomina l’âme idéologique en su imprescindible estudio sobre las raíces intelectuales del Leninismo a la hora de comprender la actual situación de Rusia en el tablero del mundo. Parafraseando a Besançon, Rusia mantendrá siempre vigentes los vestigios de la ideología bolchevique mientras perdure el pesado lastre legado por el fantasmal ocupante del Mausoleo de la Plaza Roja. Un ocupante, que tras la revolución documentaria de los años noventa advenida con el hundimiento de los regímenes comunistas del este de Europa recobra el color, la fragancia y los matices ensombrecidos a fuer de la tergiversación, la patraña y los escombros acumulados sobre su imagen y recavados, para bien de la Historia y el historiador, entre los custodiados archivos de Moscú. Como tal, Stéphane Courtois remite al odio y la paranoia de un Lenin obsesionado con la “limpieza y exterminio del elemento burgués y capitalista” o “la instauración a sangre y fuego del ideal bolchevique” todo ello recogido en la atroz proclama de “quien no trabaja no come” (Communisme et totalitarisme).
Con todo, los turistas se agolpan a la entrada del Mausoleo y le rinden la debida pleitesía en un silencio admirativo o una callada incomprensión. Tras la visita programada y una vez ahítos de la espera y la posterior catarsis, rehacen su andadura bordeando los hirsutos muros del Kremlin para sacarse la deseada instantánea abrazados a la vivaracha reproducción de un Lenin y un Stalin posando, serviciales y pizpiretos, en la plaza Manengna por tan sólo cien rublos la fotografía como bien reza un arrugado cartelito escrito en todas las lenguas del orbe. ¡Todo un chollo para el turista hastiado de tanta reverencia mortuoria al fantasmal cadáver del Mausoleo! Pero no todo en Rusia son fantasmas del pasado. El nuevo ruso contempla el presente y exhibe su fijación por las suculentas impostaciones traídas del lejano Occidente gracias al despegue sin alas de la Santa Rusia hacia el cielo estrellado del capital durante el indeleble e imperecedero reinado de Vladimir Putin. Y en Rusia no escatimarán en elogios y zalemas al ex agente del KGB por haberlos colocados tras la estela del tan preciado bergantín occidental. No lo olvidemos: las encuestas hablan por sí solas y muestran cómo las jóvenes moscovitas consideran a Vladimir Putin un modelo de hombre ideal, casi de ensueño, que se deshace del estrecho corsé del político al uso conocido en Occidente y cuando llega el verano cabalga por las llanuras de la república de Tuvá con el torso al descubierto, abate tigres en Siberia o descubre ánforas en el Mar Negro (El País 10-08-2011).
Icono y reclamo sexual de la Nueva Rusia y los nuevos rusos. Poder, Riqueza y Autoridad aúnan el explosivo cóctel resumiendo la creciente popularidad de un Primer Ministro que no ceja de robarle minutos de protagonismo cada noche en las noticias de la televisión estatal al presidente Dimitri Medvedev. Vladímir Putin, el Deseado, reaparece, casi a diario, reunido en su despacho junto a los ministros y representantes del poder secular. Comanda, ordena, promete y acude campechano y circunspecto a conferencias, combates de lucha libre, mesas redondas y eventos de toda guisa sin dejar de aconsejar y anotar en su agenda personal los reclamos de ciudadanos y paisanos. Todo marcha según los proyectados raíles: si el Destino no lo desmiente, Vladimir Putin presentará su candidatura a las próximas elecciones presidenciales. Ante todo calma, pero sin bajar la guardia ni un solo instante porque confiar la última carta al Destino podría jugarnos una mala pasada. Nunca se sabe a qué atenerse cuando uno se confronta con el turbulento Hado guiando los pasos de la Santa Rusia: ¿un nuevo estallido del hervidero checheno? ¿Incendios asolando la estepa? ¿Cruentos enfrentamientos en una reavivada guerra contra la vecina Georgia? ¿Hundimiento de un submarino nuclear? Este verano, al menos, parece que la tragedia no sobrevuela el territorio ruso. Además, las cosas parecen marchar viento en popa y no sobran motivos de satisfacción entre los moradores del Kremlin: a unos meses de julio y agosto relativamente suaves, se unen la agitada actualidad socio-económica de los antiguos territorios de la Federación de Estados Soviéticos: Bielorrusia y Ucrania. El primero hundiéndose cada vez en el lodazal de una crisis económica propugnada por el régimen voraz de Lukaschensko y la segunda sofocando los últimos rescoldos de la Revolución Naranja tras el encarcelamiento de Yulia Timoschenko a raíz de sus supuestas concesiones económicas al gobierno ruso y desfavorables a los intereses de Ucrania atinentes a los acuerdos consignados en 2009 entorno al suministro de gas. En el Kremlin se frotan las manos. La insubordinación al poder emanado desde Moscú se paga muy cara.
Quizás el turista, más preocupado en dar salida cuanto antes a los rublos acumulándose en su monedero, se deje llevar por las apariencias de pujante prosperidad diseminadas aquí y allá en los cartelitos y la avasalladora publicidad recubriendo, a semejanza de una purulenta escama, el decorado ficticio adornando el centro de Moscú y los alrededores del Kremlin. Pero tan solo bastaría alejarse unos metros de sus enhiestas murallas y perderse en el entramado de calles y callejuelas a medio asfaltar, para romper el velo de las ilusiones y percibir el deleznable abandono acrisolado en las fachadas, edificios, iglesias, parques y mobiliario público. Una llamarada enciende presta la mecha de la reflexión, ¿en qué se invierte el dinero público recaudado gracias a los impuestos de los moscovitas? Respuesta a todas luces evidente: en adoquinar la ciudad porque aquí como en todas partes adolecen las mismas carencias: no hay dinero suficiente para más. Pero aquí, como en todas partes también se rumorea de la torcida voluntad del político más preocupado en el propio interés que en el ajeno. Sin embargo, aquí el abismo entre Autoridad y Sociedad, se ensancha hasta encarnar una sensación de vulnerabilidad y desamparo frente a un Poder bien amurallado, sin parangón con la experiencia política de las pseudo-democracias occidentales. No es por ello menos cierto que las voces dispares criticando al Gobierno y sus adláteres se alzan y dejan oír en la Santa Rusia. Pero tan sólo reverberan hasta ese punto en el que la atonía no se convierta en incordio o malestar capaz de perturbar los sueños de los moradores del Kremlin. Tal vez esa vulnerabilidad y desamparo del ciudadano ruso, trasluzca en la anegada historia de sufrimientos, vasallaje y privaciones de esa llamada “excepcionalidad del alma eslava” que ya en el siglo XIX Konstantín Leóntiev asimilaba a la herencia bizantina y Dostoievski calificaba de excepcional. Ese mismo Dostoievski de mirada huidiza que ahora reposa, ceñudo y taciturno, en la entrada principal de la desangelada Biblioteca Estatal Rusa (antes Biblioteca Lenin), atisbando de soslayo uno de los ángulos de la muralla rodeando la ciudadela del Kremlin que sobresalen a espaldas de un edificio y tratando, en el silencio sopesado de la reflexión, de ahondar en las entrañas de la vieja-nueva Rusia que se perfila bajo su ojos.
La mirada se diluye en la apriscada penumbra de la incertidumbre, ¿cómo espulgar el trasfondo sustentando el armazón socio-político de la nueva Rusia sin caer en la tergiversación difuminada de la propia mirada occidental? ¿De qué forma desembrollar y tamizar la compleja y cambiante realidad de un país y una civilización ajenas tanto en lengua como historia y tradición sin recubrirlas con las categorías mentales acomodadas a lo ya conocido? Las cábalas se retuercen en un enmarañado dédalo de lianas invisibles, espejismos y callejones sin salida. ¿Cuál sería el calificativo adecuado para la nueva Rusia? Como afirmaba Winston Churchill, Rusia “es un misterio dentro de un enigma”.
El autobús desaparece dando bandazos entre la procelosa marea de automóviles y la letanía de un horizonte prístino y azulado en dónde al son de los cláxones se mezclan los sonidos de un altavoz situado en el terrado de un edificio coronado con un letrero de Coca Cola y una imagen de Naomi Campbell inquiriendo: ¿pero quién no vive todavía entre nosotros? a kto echtcho nie giviot v nashei dom?
1 comentario:
http://www.latrinchera.org/foros/archive/index.php/t-2703.html
Ningun imperio dura mil años, ya caereis, ya.
Publicar un comentario